- Yanina Welp - Universidad de Zurich
Participación ciudadana, poder y democracia: apuntes para un debate

Resumen
El trabajo explora las condiciones bajo las cuales las instituciones de participación ciudadana podrían empoderar a la ciudadanía. Propone que la medida en que esto ocurra depende de (i) el diseño institucional del mecanismo: la hipótesis es que cuanto más abierto sea a la participación, más autónoma del poder político de turno sea su activación y mayores competencias tenga para intervenir en la esfera pública, mayor será su capacidad de empoderar al ciudadano, y (ii) las condiciones para las prácticas democráticas, que dependen del cumplimiento de la ley y el comportamiento de los actores involucrados. Con este objetivo, se presenta una tipología de instituciones de participación ciudadana; luego se analiza el presupuesto participativo, considerando dicha tipología; y, finalmente se presentan las conclusiones.
Palabras clave: Participación Ciudadana, Democracia participativa, presupuesto participativo, empoderamiento ciudadano, instituciones de participación ciudadana, accountability.
1. Introducción
Desde fines de la década del ochenta se observa en América del Sur una constante proliferación de instituciones de participación ciudadana (IPC), tales como los presupuestos participativos, los consejos vecinales, las conferencias nacionales, los referendos y las iniciativas ciudadanas, entre muchos otros. Estas instituciones fueron introducidas con la intención explícita de asignar un rol a la ciudadanía en la definición de las cuestiones públicas, aumentar la eficiencia de la gestión, controlar la corrupción y transformar la política “desde abajo”, relegitimando las democracias contemporáneas, con mayor énfasis en uno u otro aspecto según la posición ideológica de quien los defina.
En un plano general, los más optimistas —aunque tomando sus recaudos— ven en las IPC una esperanza de renovación democrática (Goldfrank, 2007; Seele y Peruzotti, 2009; Veneziano, 2005; Avritzer, 2002). Los escépticos alertan frente a una posible “fachada” democratizadora que escondería viejas estrategias de manipulación de la opinión pública y acumulación de poder (Mascareño 2009). Buena parte de las investigaciones de las experiencias con instituciones participativas muestran resultados diversos, a veces incluso opuestos, en términos de satisfacción ciudadana, refuerzo o debilitamiento de los partidos políticos, incremento de la calidad de vida, disminución de la corrupción y el clientelismo o desequilibrios de poder entre actores (Chávez, 2005; Veneziano, 2005; Mascareño, 2009; Schneider y Welp, 2011; Avritzer, 2002; Goldfrank, 2011; Mascareño y Montecinos, 2012).
Sin ánimo (ni capacidad) de clausurar el debate, este trabajo explora las condiciones bajo las cuales las IPC podrían empoderar a la ciudadanía, prestando especial atención a las variables que podrían jugar en contra de dicho empoderamiento.
El término empoderar proviene del inglés (empower). La Real Academia Española lo define como “hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido”. Por este camino, una lectura inmediata conduce a asociar las instituciones participativas orientadas a empoderar a la ciudadanía con la promoción de grupos socialmente desfavorecidos. Una lectura más amplia sugeriría que en la evolución de la democracia representativa la ciudadanía (como entidad) se ha visto desfavorecida al perder su capacidad de influencia en la definición de políticas (limitada al ejercicio de elección de autoridades) y que este hecho podría ser contrarrestado con la introducción de nuevas instituciones de control y participación en manos de los ciudadanos.
Ambas visiones —la orientación a grupos desfavorecidos o a la ciudadanía como un todo— han estado presentes en la literatura sobre la democracia participativa y, fundamentalmente, en la evaluación de mecanismos como el presupuesto participativo (PP). Así, algunos autores defienden que más allá de los porcentajes de participación efectiva (cuántos), la importancia de estas instituciones radica en dar voz a los que no la tienen (quiénes participan) (Goldfrank, 2011; Pinnington y Schugurensky, 2010)[1]. Para otros, sin embargo, la apuesta refiere a la transformación de los mecanismos de acceso al poder y de la misma democracia (Pateman, 2012). La cuestión no es menor, ya que una u otra postura conducen a pensar en las instituciones participativas como un complemento del sistema existente, para equilibrar fuerzas entre grupos sociales o, alternativamente, podría sugerir un camino de transformación institucional más profunda y re-equilibrio entre poderes (considerando a la ciudadanía como uno de estos poderes, no sólo durante los períodos de elección de autoridades).
Pero los elementos que podrían limitar o potenciar las consecuencias de las IPC no se limitan a los actores que las utilizan. Empoderar a la ciudadanía implica abrir nuevos canales de control y participación en la definición de los asuntos públicos. Ambos componentes permiten idealmente fortalecer la rendición de cuentas (accountability), reducir la distancia entre representantes y representados —acercando las actuaciones de los primeros a las preferencias de los segundos— y, en consecuencia, fortalecer la legitimidad democrática. La medida en que esto ocurra está condicionada por varios elementos entre los que destacan:
i) el diseño institucional del mecanismo: la hipótesis es que cuanto más abierto sea a la participación, más autónoma del poder político de turno sea su activación y mayores competencias tenga para intervenir en la esfera pública, mayor será su capacidad de empoderar al ciudadano, y
ii) las condiciones para las prácticas democráticas: en particular, más allá del diseño institucional, las variables que explican que se cumpla con la regulación, y la misma participación de la ciudadanía, tendrán una influencia clave en el funcionamiento de la institución y en su resultado. La hipótesis es que a mayor respuesta del sistema político y mayor participación de la ciudadanía, mayor será el empoderamiento ciudadano. Esto sugiere que las IPC pueden fortalecer la democracia cuando ya existen y funcionan reglas del juego mínimamente democráticas.
Con la intención de abordar estas cuestiones, a continuación se presenta una tipología de instituciones de participación ciudadana; luego se analiza el presupuesto participativo, considerando dicha tipología; y, finalmente se presentan unas reflexiones a modo de conclusión.
2. Tipología de instituciones de participación ciudadana
En estrecha relación con el carácter compensatorio (orientado a dar voz a los desfavorecidos) o institucionalmente transformador (orientado a modificar más o menos radicalmente la distribución del poder) de la democracia participativa, el amplio espectro de mecanismos existentes expresa una gran diversidad de formatos (diseño institucional). Las potencialidades de las instituciones de participación ciudadana no están determinadas, pero sí fuertemente condicionadas por sus formatos. Aunque las prácticas pueden limitar o fortalecer el poder de una institución por variables asociadas al contexto y a los actores involucrados, el diseño institucional, abre un abanico de opciones que influyen sobre el desempeño.
En trabajos previos hemos elaborado una tipología (Schneider y Welp 2011) que permite agrupar y comparar entre diferentes instituciones de participación ciudadana. Esta tipología se centra en criterios tales como el tipo de participación promovida (deliberativa, con o sin toma de decisiones; o de toma de decisiones directa mediante el voto); la periodicidad de los encuentros (puntual o a lo largo de períodos predeterminados); los criterios de participación (en tanto habitante del territorio, delegado o representante electo por los vecinos o como derecho electoral); las formas de activación o el grado de formalización (dependiente del poder político o regulada por la ley, en caso de ser regulada también contemplamos la posibilidad de que se regulen mecanismos susceptibles de ser activados directamente por la ciudadanía); y las competencias u objetivos de la IPC. Veamos estos elementos y sus consecuencias con mayor detalle.
a) El tipo de participación
Cuando una institución participativa se orienta a la deliberación y/o elaboración de propuestas no vinculantes, idealmente puede contribuir a mejorar la accountability, promover la transparencia, acercar las preferencias de los ciudadanos y las acciones de los representantes —dada su contribución a mejorar los canales de comunicación entre ambos— y estimular la educación cívica (Schugurensky, 2004). Sin embargo, si estos espacios de participación no son suficientemente tenidos en cuenta, su debilidad institucional (el hecho de que sus decisiones no tengan carácter vinculante y los responsables de poner en marcha políticas no estén obligados a rendir cuentas y explicar por qué no las han tenido en cuenta, cuando ese sea el caso) podrían generar el efecto inverso al deseado inicialmente, y fortalecer el desencanto ciudadano con la democracia representativa. Por el contrario, las instituciones que permiten la toma directa de decisiones ciudadanas —cuando se cumplen los requisitos legales y no se interponen recursos ad hoc para evitarlos— puede funcionar como un fuerte contrapeso (Dalton et al, 2001).
b) La periodicidad y la apertura (o criterios de participación)
En cuanto a la periodicidad de la participación canalizada, esta puede remitirse a convocatorias puntuales o, por el contrario, incluir encuentros estables en un tiempo determinado. Por ejemplo, en el presupuesto participativo suele darse una combinación de ambos, dado que en las reuniones generales se eligen delegados que se reunirán por un período fijado. La apertura remite a quienes pueden tomar parte de los encuentros, que pueden ser los electores, los habitantes del territorio, los electos por otros ciudadanos, etc. Mientras la formación de un grupo de personas que se reúnen con cierta regularidad para tratar sobre temas públicos puede crear interlocutores para el gobierno, también puede generar problemas de representación. Por ejemplo, cuando la elección crea nuevos espacios de representación que, en algunos casos, difuminan los límites entre la participación ciudadana y la política de partidos. Esto podría ocurrir en el caso de los consejos (consejeros electos para cumplir funciones durante un período determinado y representar a la ciudadanía). Tomemos el ejemplo de la “silla vacía”, introducida en Ecuador en 2008[2]. La Silla Vacía es un mecanismo que otorga voz y voto a los “delegados ciudadanos” en las sesiones del concejo municipal, que coexiste o se contrapone al representante de los partidos o movimientos políticos en los concejos locales (concejales). En su estudio de los casos de Puerto Quito y Cotacachi, Ramírez y Espinosa (2012) ponen énfasis en las consecuencias de una institución participativa que propicia la generación de una representación “oficial” de los ciudadanos y de las organizaciones sociales mientras incentiva la emergencia de disputas al interior mismo de los actores de la sociedad civil respecto de la legitimidad de sus específicos espacios como origen de la designación de representantes. A la vez, presupone una ciudadanía homogénea, a ser representada en el concejo local.
c) La convocatoria
El hecho de que la convocatoria a un presupuesto participativo, como ocurre en algunos casos, dependa del poder político podría generar dudas sobre los intereses que estos actores tengan en institucionalizar el mecanismo más allá de una experiencia concreta o sujeta a la voluntad política. En cambio, la existencia de un marco normativo garantiza que el espacio participativo existirá más allá del gobierno de turno. Cuando los mecanismos pueden ser activados por la ciudadanía, por ejemplo, para vetar o proponer una ley se abren mayores posibilidades de abrir el juego político a otros actores.
Sobre la base de estos criterios, distinguimos entre instituciones de participación deliberativa, semi-representativa o delegada y directa (véase tabla 1).
Tabla 1: tipología de instituciones participativas

Fuente: Elaboración propia basada en Schneider y Welp (2011)
Pero, además, también se observan variaciones referidas a la frecuencia de uso y las consecuencias efectivas de estos instrumentos. Hay mecanismos que nunca han sido utilizados y otros que se activan con regularidad; algunos tienen un gran impacto en la definición de políticas y otros tienen efectos indirectos, de legitimación, aportan transparencia, o promueven la educación cívica. A su vez, las consecuencias están condicionadas por el diseño institucional, pero —especialmente en contextos en que las garantías de funcionamiento son relativamente maleables— también por las prácticas concretas: en ocasiones, los resultados de un ejercicio determinado del presupuesto participativo pueden ser de obligatorio cumplimiento pero no cumplirse, o pueden ser sólo consultivos u orientativos y cumplirse. Esta cuestión remite a la capacidad de respuesta (responsiveness) del sistema y nos permite plantear una última dimensión a considerar en este trabajo: la legitimidad y la accountability.
d) La cuestión de la legitimidad y la accountability
Las instituciones participativas podrían incrementar la legitimidad del sistema, pero también pueden tener el efecto adverso si los ciudadanos perciben que hay manipulación político-partidaria de esos espacios o si tras arduos procesos de toma de decisión los resultados no se traducen en la implementación de políticas concretas. En teoría, los espacios participativos promueven la accountability en todas sus formas (horizontal, vertical y societal). Wampler (2004: 76) indica que la participación de organizaciones de la sociedad civil podría presionar a funcionarios y representantes a respetar la ley y por tanto emerge como un canal que actúa junto a los otros (accountability horizontal y vertical).
A continuación contrastaremos los puntos enunciados más arriba con el presupuesto participativo. Dado que la institución se expresa con características particulares de un territorio a otro, nuestra aproximación se basará en estudios previos, aportando una mirada general. La intención es reflexionar sobre las capacidades, fortalezas y limitaciones del presupuesto participativo.
3. El presupuesto participativo
Siguiendo a Goldfrank (2007), consideramos que al abordar el presupuesto participativo existen definiciones generales y particulares. Las generales describen al PP como un proceso a través del cual los ciudadanos pueden contribuir a la toma de decisiones acerca del presupuesto gubernamental, en un sentido general. En esta definición amplia, son incluidos diferentes procedimientos y niveles de intervención. En cambio, las definiciones particulares están fuertemente asociadas al modelo de origen, Porto Alegre, y hacen énfasis en que el proceso esté abierto a cualquier individuo que desee participar, combine democracia participativa y representativa, implique deliberación (no sólo consulta), busque la redistribución y se autorregule, en la medida en que los participantes ayuden a definir las reglas que rigen el proceso.
A continuación, basándonos en estudios sobre el PP realizados por diversos analistas, nos centraremos en los aspectos descritos en el apartado anterior para reflexionar sobre las condiciones idóneas para que el PP empodere a la ciudadanía. En las últimas décadas, ha sido adoptado y adaptado de muy diversas maneras (Cabanyes 2004) y esa diversidad debe ser tenida en cuenta como una limitación a la hora de hacer un análisis general (la generalización conduce a pasar por alto ciertas características que podrían ser relevantes en el análisis de casos).
a) Un mecanismo deliberativo para decidir prioridades presupuestarias de baja incidencia
Los presupuestos participativos comparten el objetivo de discutir y priorizar proyectos y realizar propuestas. En este sentido, una mirada general muestra que más allá de montos muy reducidos o más amplios, hay cierto consenso en que las decisiones que pueden tomarse a través de este mecanismo tienen un marcado carácter compensatorio. En general, no se trata de oponer cuestiones sino de priorizar entre un grupo de políticas cuya realización suele ser necesaria. Esta dimensión puede no ser muy relevante cuando el PP se inicia en contextos de elevada deprivación en los que el fortalecimiento de la comunidad y la expresión de la voluntad colectiva son en sí mismos avances positivos. Sin embargo, puede ir perdiendo su fuerza a medida en que las necesidades más básicas son resueltas.
Al comparar experiencias, se observa que las diferencias en el alcance o influencia de las decisiones tomadas suelen estar estrechamente relacionados con el rol asignado al presupuesto participativo en la estructura del gobierno local (asociado a oficinas de planeamiento o a oficinas de participación, por ejemplo) (Schneider y Welp, s/d; Melo Romao, 2014). Así, cuando las deliberaciones se vinculan a la toma de decisiones en el marco de Planes Estratégicos de Desarrollo (caso Bogotá, Quito, Montevideo con los Planes Quinquenales), los temas a debatir y los problemas a resolver son más sustantivos (por ejemplo, proyectos urbanos de gran alcance e impacto, educación, salud, etc.).
En casos como el de Buenos Aires, se establece en su Estatuto la prohibición de discutir de manera participativa sobre finanzas y sobre la creación de nuevos impuestos mientras en las prácticas en los últimos años los temas se han ido reduciendo para limitarse solo a proyectos sociales y urbanos, y por lo general con poca relevancia o impacto. En cuanto a las decisiones tomadas, las mismas varían entre el establecimiento de acuerdos de compromiso (que no obligan pero invitan a dar respuesta a lo acordado) y el carácter vinculante de las decisiones tomadas. Ejemplo del primer caso es el PP del Montevideo, mientras en Quito los PP vinculados a los Planes de Desarrollo de los Consejos Locales de Planificación Territorial conducen a la toma de decisiones de obligatorio cumplimiento (Schneider y Welp, s/d).
b) Convivencia no siempre armónica: asamblea, elección de delegados y estructuras participativas formadas por ciudadanos, organizaciones de la sociedad civil, funcionarios (de carrera) y representantes (electos).
El PP presenta particularidades organizativas en diferentes territorios, pero en todos combina un modelo mixto, de reuniones abiertas a toda la población con elección de delegados que intervienen en períodos intermedios de evaluación y selección de propuestas. Otro elemento común refiere a que esta institución participativa, en general, permite la participación tanto de los ciudadanos residentes en la zona (en algunos casos no es indispensable contar con la nacionalidad del país de residencia) y organizaciones civiles. Las instancias participativas también involucran a funcionarios y representantes electos. Las proporciones entre estos grupos tienen relevancia a la hora de analizar las consecuencias en términos de definición de políticas y legitimidad como mecanismos de intervención ciudadana.
En su estudio de cuatro experiencias brasileñas (Diadema, Osasco, San Bernardo del Campo y Guarulhos), Melo Romao (2014) encuentra que los resultados del PP dependen fuertemente de la intención del gobierno municipal y que esta se expresa en: a) el estatus político del PP, esto es, la ubicación de la oficina de coordinación en una entidad más o menos cercana al control gubernamental; b) la composición de los consejos con estructuras paritarias de representación entre gobierno y sociedad civil, una mayoría de la ciudadanía o una mayoría de miembros del gobierno; y c) el perfil de los consejeros, que puede ser más o menos cercano a los partidos políticos y/u organizaciones sociales asociadas al gobierno.
Melo Romao sugiere una tipología de funciones del PP estrechamente vinculadas con las características adquiridas por el mecanismo. Así, el PP tendrá un rol central en el planeamiento cuanto más cercano se encuentre a oficinas de planificación: la distribución de participantes entre sociedad civil y gobierno es equitativa pero los consejeros son cercanos al gobierno. El PP tendrá un rol relevante en la estrategia de movilización de militantes y fuerzas políticas afines al gobierno cuando la coordinación del PP está vinculada a unidades de participación (y no de planeamiento, como en el caso anterior), y hay mayor presencia de la sociedad civil. La función del PP es establecer el dialogo más que la toma de decisiones. Por último, el tercer caso es el de “desnaturalización”, en que es evidente que el gobierno implementa el PP, pero sin mayores convicciones, por lo que la institución es vaciada de sus objetivos iniciales. Este estudio conduce a sugerir que el PP funciona principalmente cuando hay una relación de mutuo beneficio entre los promotores y los ciudadanos más cercanos a las políticas del gobierno, mientras se desnaturaliza y pierde eficiencia e incidencia en el caso opuesto.
En su análisis de Rosario, Bloj señala que, aunque se rechaza la “representación”, en la práctica se evidencia el clientelismo político o las negociaciones informales donde un vecino puede balancear una votación. Además, “si bien la categoría de ‘vecino’ recupera su centralidad, al mismo tiempo se desdibuja el perfil político que asumía en el movimiento social; se aliviana, si vale la metáfora, en la medida que se la somete a una mecánica reglada” (Bloj 2008). En el caso peruano, se establece una participación mayoritaria del gobierno y que los participantes de la sociedad civil deben cumplir con ciertos requisitos tales como pertenecer a asociaciones con registro mayor a tres años. Esto tienen una clara incidencia en que el mecanismo otorga un poder tan solo relativo a la ciudadanía, mientras la representatividad de sus representantes puede ser cuestionada (Schneider y Welp, s/d).
c) La regulación del PP: activados por ley o dependientes del alcalde o consejo de turno
Distintos análisis muestran que contextos de crisis o elevado desencanto ciudadano habrían dado el puntapié inicial para el lanzamiento del PP. Esto ocurrió en Rosario, donde “el PP se apoyó inicialmente en el estado de movilización y en la estructura generada por las asambleas barriales; como un intento de neutralizar/institucionalizar la protesta social, disciplinando a la ciudadana y apostando a una participación ‘regulada’; planteándolas como dos alternativas excluyentes compitiendo en el espacio público” (Bloj 2008: 44). Sin embargo, el riesgo de no institucionalizar es que pasada la efervescencia inicial, sin reglamentación el mecanismos se diluya (Schneider y Welp 2011).
En lo que refiere a la regulación, encontramos tres modelos. En algunos casos, el PP ha sido introducido por vía constitucional, dejando mayor o menor libertad a los municipios para configurar un modelo o simplemente aplicarlo (Perú es un ejemplo emblemático). En otros casos, aparece en las cartas orgánicas municipales (Buenos Aires). En un tercer grupo, el PP no está regulado y se activa por convocatoria del alcalde o consejo, estableciéndose unas normas en cada ejercicio. Considerando el aspecto normativo exclusivamente, esto implica que cuando hay un regulación (nacional o local) su convocatoria está garantizada por la ley, mientras que depende exclusivamente de la voluntad de los actores políticos convocarlo o no cuando no existe un marco normativo. En cualquier caso, algunos estudios muestran que la ley tampoco garantiza su convocatoria. Por ejemplo, Perú responde al primer modelo (el PP figura en la constitución) y sin embargo se tardó mucho en activarlo, mientras a menudo es una de las causas de activaciones de revocatorias de mandato (“el alcalde no convoca el presupuesto participativo”, Welp 2013).
d) La incierta cuestión de la legitimidad y la accountability
¿Qué tipo de legitimidad aportan los presupuestos participativos? Annunziata (2013) sostiene que se inscriben en el marco de la legitimidad de proximidad, en la que predominan características tales como la atención prestada a las experiencias singulares de los ciudadanos, la importancia de la presencia de los gobernantes en el terreno, la denuncia de los políticos centrada en sus conductas morales, la exigencia de reactividad inmediata frente a los problemas ciudadanos y el rol del reconocimiento de los grupos sociales particulares (Annunziata, 2013: 250). El énfasis del presupuesto participativo estaría dado en la “participación-experiencia”. La autora señala —basándose en el análisis de experiencias argentinas— que el criterio territorial tiende a primar sobre el redistributivo y que se orienta a buscar el mayor número de propuestas. “... la atención a los problemas concretos y cotidianos de los vecinos conforma una concepción de gestión de la herramienta, en la que ‘participar’ no significa ‘hacer política’ y en la que el ‘vecino genuino’, sin pertenencia ni militancia política o social, aparece como la figura del participante ideal; por último, el ‘saber de la experiencia’ atribuido a los vecinos tiende a entrar en competencia con los saberes técnicos de los funcionarios” (Annunziata 2013: 266).
Sin embargo, como se ha visto en los análisis anteriores, esa participación ‘despolitizada o apartidista’ dista de ser la observada en la mayoría de los territorios. Las filiaciones o preferencias por el partido cuyo alcalde lidera la iniciativa suelen ser el trasfondo de las experiencias más participativas y que a primera vista parecen tener mayor incidencia. Esto remite a la cuestión de los incentivos que tienen los gobiernos locales para promover estas experiencias. En su estudio de Brasil, Wampler observa que los alcaldes que promueven estas iniciativas cuentan con movilizar a las organizaciones de la sociedad civil e incrementar su apoyo electoral; y que los alcaldes que tienen intenciones de cambiar la distribución de recursos en el territorio (lo que a menudo incluye debilitar a sus oponentes) son más propensos a iniciar experiencias participativas (Wampler, 2004: 82). El mismo autor señala que a la vez, cuando el gobierno no cuenta con el apoyo del consejo resulta extremadamente difícil implementar el presupuesto participativo. Otros casos soportan estos hallazgos, como por ejemplo la errática evolución del presupuesto participativo en Buenos Aires (Schneider, 2007).
4. Conclusiones
Las reflexiones derivadas de observar la evolución de distintas instituciones de participación ciudadana me llevan a sugerir que cuando los diseños institucionales son limitados, tanto en lo que refiere a las cuestiones sometidas a la participación ciudadana como al alcance de las decisiones tomadas, tarde o temprano la institución perderá centralidad. La experiencia comparada muestra que, en contextos de crisis o de ausencia del estado en el territorio, el presupuesto participativo tiene mayores probabilidades de atraer a la ciudadanía y dar respuestas a sus demandas (ése habría sido el caso en Montevideo y Rosario). Sin embargo, pasada la efervescencia inicial se vuelve un mecanismo menos eficaz para resolver problemas sustanciales. Es decir, la institución participativa tiene fuerza como mecanismo compensatorio en contextos de elevadas necesidades insatisfechas, pero lo pierde en un escenario menos crítico. Por otra parte, el buen funcionamiento de una institución participativa con competencias muy limitadas requiere de mínimos niveles de aceptación de las reglas del juego democrático y compromiso político, pero sus efectos positivos a largo plazo podrían conducir a poner en entredicho el mismo mecanismo. Quizá esto explique por qué en municipios en que la experiencia se consideró sumamente exitosa, como la de Porto Alegre, tiempo después perdió centralidad y apoyo.
Mientras el mecanismo no muestra su fuerza en su diseño, las estrategias de los actores políticos ganan peso. Estas estrategias pueden aparentemente fortalecer el mecanismo (si el PP se vincula a oficinas de gobierno en que se producen planificaciones relevantes, por ejemplo), pero al incorporarlo a una estrategia de incorporación o movilización de grupos afines también lo desvirtúa (véase el trabajo de Melo Romao, 2013). O sea, el instrumento tiene más fuerza en la definición de asuntos públicos cuanto menos capacidad tiene para empoderar a ese ciudadano ideal y no partidista al que apela, convirtiéndose en mayor o menor medida en un instrumento de movilización de actores cercanos al gobierno (a veces disputando espacios con otras instituciones, sean estas los consejos deliberantes locales u otras instituciones de participación ciudadanas, como los consejos vecinales en Montevideo). En otros casos, la estrategia será más bien diluirlo (Buenos Aires) y conservarlo como un mecanismo simbólico (en la misma línea en que Melo Romao habla de “desnaturalización”)[3].
Surgen entonces limitaciones que podrían resolverse definiendo instituciones que otorguen mayor poder a la ciudadanía para intervenir en los asuntos públicos, y obliguen a las autoridades a dar cumplimiento a estas demandas. En mi opinión, se trata de promover instituciones participativas no controladas por el gobierno, reguladas por leyes. Por ejemplo, con iniciativas ciudadanas que permitan presentar propuestas de ordenanzas o leyes, y votarlas (en procesos en los que las decisiones tomadas tengan carácter vinculante). O con mecanismos que permitan vetar ordenanzas o leyes. Estas instituciones orientadas a la toma de decisiones combinadas con espacios abiertos de discusión y deliberación pueden resultar poderosas para la transformación y el fortalecimiento de la democracia. Análisis de viabilidad abiertos y transparentes y procesos de deliberación en que los actores (ciudadanos, partidos, representantes) puedan argumentar sobre sus posiciones podrían convertirse en mecanismos clave para pensar y definir la ciudad que la ciudadanía quiere habitar.
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Notas
[1] Los estudios empíricos registran resultados diversos, con casos en que predomina la participación de grupos desfavorecidos (Wampler 2004) y otros en que se observa una mayor participación de clases medias (Ferla et.al 2014 en su análisis de Montevideo).
[2] La Constitución señala que “las sesiones de los gobiernos autónomos descentralizados serán públicas y en ellas existirá la silla vacía que ocupará una representante o un representante ciudadano en función de los temas a tratarse, con el propósito de participar en su debate y en la toma de decisiones” (Constitución de 2008, art. 101).
[3] No ha sido tema de este trabajo, pero cabe recordar que el PP se ha convertido en una “buena práctica” avalada y promovida por el Banco Mundial (Porto de Oliveira, 2011).