- Rocío Annunziata - Universidad de Buenos Aires
La democracia exigente: repensar la actividad ciudadana

Resumen
El presente capítulo revisa las distintas concepciones de la democracia que han buscado dar al ciudadano un rol activo más allá del acto electoral, y a partir de las experiencias contemporáneas y de la propuesta conceptual de Pierre Rosanvallon delinea otra forma de pensar la actividad ciudadana en la democracia. En primer lugar, se consideran las teorías de la democracia participativa; en segundo lugar, se presentan las teorías de la democracia deliberativa; luego, se hace referencia a las prácticas que se han desarrollado durante los últimos años en función de estos modelos teóricos; por último, se recupera la teoría de la democracia de Pierre Rosanvallon para sugerir la necesidad de una teoría de la democracia exigente.
Palabras clave: Democracia participativa, democracia deliberativa, dispositivos participativos, actividad ciudadana, democracia exigente.
Introducción: la democracia de los ciudadanos
Que la democracia no puede reducirse a su dimensión representativa-electoral y que la actividad de los ciudadanos no puede limitarse al voto de sus representantes es un postulado cada vez más compartido en el mundo contemporáneo, tanto en el discurso político y ciudadano como en el académico. Pero, ¿de qué modo se ha conceptualizado la democracia para otorgarles a los ciudadanos un rol más activo que la mera selección de sus representantes a intervalos regulares? ¿De qué modo se ha conceptualizado una democracia más que puramente representativa?
Desde la segunda mitad del siglo XX han surgido principalmente dos corrientes teóricas que la experiencia actual de la democracia convoca a revisitar: las teorías de la democracia participativa y las teorías de la democracia deliberativa. Las primeras, como ha señalado recientemente una de sus referentes principales, Carole Pateman (2012), surgieron al calor de las movilizaciones sociales, luchas urbanas y protestas estudiantiles de los años sesenta, con el objetivo de recuperar en la reflexión intelectual experiencias que venían de la sociedad y que no estaban siendo tenidas en cuenta en la teoría de la democracia. Las segundas surgieron en cambio en el campo estrictamente académico, sobre todo en los años ochenta, y dieron lugar, siguiendo un camino inverso, a dispositivos experimentales que buscaron poner a prueba sus principios teóricos.
En nombre de estos enfoques y de los valores asociados a ellos, en la bisagra entre los siglos XX y XXI ha comenzado a desarrollarse un conjunto de políticas participativas con el propósito de asociar a los ciudadanos comunes a la toma de decisiones entre los momentos electorales, sobre todo en el nivel local o barrial. También han tenido lugar novedosas formas de asambleísmos ciudadanos no institucionalizados, y favorecidos por las oportunidades que ofrecen las nuevas tecnologías de comunicación. ¿Significa todo esto que hasta las últimas décadas la participación ciudadana no tenía lugar en nuestras democracias representativas y que, en adelante, estamos asistiendo al surgimiento de una “democracia participativa” o de una “democracia deliberativa”? ¿Es verdaderamente nueva la actividad ciudadana entre elecciones? La primera observación que debemos realizar es que, dentro de las democracias representativas, la participación ciudadana tenía un lugar específico y significativo: se suponía que se daba por intermedio de los partidos políticos; el compromiso partidario acompañaba la institución del gobierno representativo como la forma de participación que le correspondía (Bernardi, 2008). Tampoco es una absoluta novedad el que los gobernantes tuvieran que tomar en cuenta la voluntad de la ciudadanía entre los procesos electorales o que enfrentar protestas ciudadanas que excedían los marcos de la representación.
En efecto, los gobiernos representativos siempre tuvieron como uno de sus pilares la libertad de opinión pública y la consecuente posibilidad de la protesta en las puertas del parlamento, contrapeso del hecho de que los representantes no están ligados a los representados por medio de un mandato imperativo, y prueba de que los primeros no pueden reemplazar nunca absolutamente al pueblo (Manin, 1998). Pero hay dos transformaciones mayores en las democracias representativas que se han visto acompañadas por una ampliación de las formas de participación: por un lado, el debilitamiento de los partidos políticos como actores mediadores (Manin, 1998); por otro, la “desacralización de las elecciones”, es decir, el hecho de que las elecciones signifiquen cada vez menos la determinación de un rumbo y pasen a identificarse con la sola selección de gobernantes (Rosanvallon, 2010). De este modo, la novedad en la participación ciudadana reside en sus nuevos canales y sus nuevos formatos; la misma parece haberse transformado en un imperativo (Blondiaux, 2014) tanto para los ciudadanos, que se vinculan menos con la política a través de organizaciones tradicionales, como para los gobernantes, que ubican la “escucha” y la “consulta” en el centro de un nuevo modo de gobernar y representar.
Hoy estamos en condiciones de observar las prácticas concretas, de reconocer sus limitaciones e identificar los desafíos para mejorarlas. También, estamos en condiciones de analizar las propuestas teóricas que las precedieron e inspiraron y, a partir de las experiencias innovadoras que se han desplegado, de considerar en qué medida sus conceptos nos siguen resultando herramientas productivas para pensar una democracia de los ciudadanos. Como señalan Blondiaux y Fourniau (2011), luego de una primera etapa caracterizada por abordajes sobre todo normativos, los estudios que predominan en el presente abordan en detalle las prácticas y las interacciones en un dispositivo específico, y tienden a dejar de lado la categoría de “democracia participativa”, que pareciera haberse vuelto un problema más que una ayuda para el análisis de las experiencias. Por su parte, la categoría de “democracia deliberativa” ha quedado asociada a dispositivos de tipo experimental y por lo tanto no captura la dimensión política de la actividad ciudadana.
En lo que sigue, revisaremos brevemente las teorías de la democracia participativa y las teorías de la democracia deliberativa; luego, nos referiremos a las prácticas que se han desarrollado durante los últimos años en función de estos modelos teóricos; por último, recuperaremos la teoría de la democracia de Pierre Rosanvallon para sugerir la necesidad de una teoría de la democracia exigente. Una teoría de la democracia para el siglo XXI que implique un ciudadano activo tiene que combinar las teorías de la democracia participativa y las teorías de la democracia deliberativa y, al mismo tiempo, ir más allá de sus enfoques.
Las teorías de la democracia participativa
Las teorías de la democracia participativa surgieron en respuesta a la corriente dominante de la teoría política de mediados del siglo XX, que definía a la democracia esencialmente como un procedimiento de selección de gobernantes y cuya preocupación principal era la estabilidad del sistema democrático. Esta visión procedimental presuponía una división del trabajo político y una minimización del rol ciudadano en la democracia, de modo que constituían lo que se llamarían “teorías elitistas”, porque su foco estaba puesto en el comportamiento de las élites, gobernantes y candidatos en competencia. El exponente más claro de este tipo de concepciones de la democracia fue Joseph Schumpeter (1983), para quien la democracia no podía definirse como el gobierno del pueblo ni el gobierno para el pueblo, sino como el gobierno de “los políticos”. Se trataba de un método de competencia libre de los líderes por el voto libre de los ciudadanos. Y se apoyaba en el supuesto de que los ciudadanos comunes no son capaces ni de una verdadera comprensión ni de una verdadera voluntad en los asuntos políticos; no tienen “voliciones definidas” en el terreno político y son especialmente receptivos a las influencias extra-lógicas y la propaganda. Con una pretensión de “realismo”, la teoría de la democracia de Schumpeter, como otras inspiradas en supuestos similares, reducía el rol del pueblo al momento del voto, a la selección de gobernantes. Así, la democracia era puramente representativa y no podía ser otra cosa que representativa.
Desde fines de los años sesenta los teóricos de la democracia participativa se enfrentaron a esta visión predominante en el mundo intelectual. Su empresa fue no sólo rescatar los ideales de la participación activa de la ciudadanía en los asuntos políticos, sino también cuestionar la asunción de su imposibilidad práctica. Estos autores creían que una democracia participativa era deseable y posible, y trataban de mostrar cómo las teorías elitistas pretendidamente “realistas” y valorativamente neutras defendían un sistema establecido, enmascarando los componentes normativos de su concepción de la democracia.
Podemos tomar a Peter Bachrach (1973) como un exponente de los teóricos de la democracia participativa. El autor se proponía hacer una crítica del “elitismo democrático” de las teorías de la democracia que retomaban los postulados de las teorías de las élites[1] —en particular, el postulado de que toda organización supone la generación de élites y de oligarquías y de que éstas son un elemento constitutivo en las sociedades modernas—, al tiempo que la identificaban con un método. Las teorías de las élites pensaban a las masas como incompetentes, manipulables e ingobernables, y estaban obsesionadas con dos atributos del sistema democrático: la estabilidad y el equilibrio, de modo que era mejor que las masas permanecieran en la pasividad. Bachrach afirmaba que el elitismo democrático suponía que los ciudadanos tienen interés sólo en los productos de la democracia y no en los procesos participativos, y que, por lo tanto, mientras las élites satisfagan bien este interés en los resultados, lo mejor es mantener la “división del trabajo político” entre el gobierno de la élite por un lado y la no-élite por el otro. Pero ésta era para Bachrach una forma unidimensional de concebir el interés político; el autor sostenía, en cambio, que era necesario concebir dicho interés de manera bidimensional, es decir, como interés por los resultados y también por los procesos, porque sólo así se tendría en cuenta la dignidad del hombre, que requiere su participación en las decisiones que pesan significativamente sobre su vida. Teorías de la democracia como la rousseauniana o la kantiana podían contemplar este aspecto, pero no eran “realistas”, no eran adaptables a las sociedades modernas de fines del S. XX. La alternativa, para Bachrach, era la “teoría de la democracia del autodesarrollo moderno”, basada en los siguientes supuestos: como los individuos buscan la auto-afirmación, su interés en la política es doble (resultados finales y proceso de participación); hay que pensar las decisiones políticas más allá del ámbito restringido de las decisiones gubernamentales (especialmente en el lugar de trabajo, la fábrica, la oficina, la empresa); los individuos tienen aptitud para colaborar en la solución de problemas concretos, que los afectan en lo cotidiano o en lo inmediato, de modo que es posible y deseable lograr que la democracia tenga un sentido en la vida de todo ser humano.
Carole Pateman (1970) continuó y amplió el trabajo de Bachrach, ofreciendo nuevas críticas a las teorías de la democracia de su época y nuevos argumentos en favor de lo que llamaría una “sociedad participativa”. Según las visiones de la democracia más aceptadas entonces[2], la participación debía tener un rol menor y el énfasis estaba puesto, en cambio, en los peligros inherentes a una amplia participación popular en la política. La participación mediante el voto, sin embargo, servía para seleccionar a los líderes y ejercer cierto control retrospectivo sobre las élites, de modo que su función era esencialmente “protectiva”. Pero, para Pateman, había otras formas posibles de pensar la participación, otras funciones que sí habían podido ver autores como Rousseau o Stuart Mill, entre las cuales la más importante era la función educativa. La participación era capaz, para la autora, de proporcionar un “entrenamiento” democrático que podía tener lugar en esferas distintas a la del sistema político nacional y permitiría desarrollar actitudes y cualidades psicológicas para la democracia. Pero este desarrollo se produciría durante el propio proceso de participación; es decir: aprendemos a participar participando. Y como la participación en otras esferas tendría este impacto educativo, la autora defendía la idea que de no habría ningún peligro para el sistema político en aumentar la participación. Convocaba así a una “sociedad participativa”, que podía comenzar con la participación en la industria y en otras esferas como la familia, la educación superior, o el gobierno local. La participación de todos los ciudadanos en el sistema político nacional no podía pensarse como “realista”; no era discutible, en este sentido, que allí el rol de los ciudadanos se limitara a la selección de gobernantes. Pero la ampliación de la participación en la sociedad era perfectamente posible[3] y deseable, y ayudaría a los ciudadanos a cumplir mejor su rol en el sistema político nacional.
Benjamin Barber (1984) también puede ser inscripto en esta corriente de pensamiento[4]. En su libro Strong Democracy, buscaba poner en cuestión una política en la que existiera una separación entre “las élites” y “las masas”. Apelaba a una “democracia fuerte”, que tenía que ser pensada como una política de la participación, pero entendiendo la política como una actividad de amateurs, y no de especialistas. Esta política de la participación tenía para Barber como terreno natural el espacio local, con un rol central de las asambleas de barrio o de vecinos. Al igual que Carole Pateman y que Peter Bachrach, Benjamin Barber sostenía que la participación ciudadana no podía reemplazar las instituciones representativas de nuestras sociedades, pero sí completarlas o complementarlas.
Las teorías de la corriente de la “democracia participativa” tenían en común el suponer un carácter pedagógico de la propia participación, es decir, atribuirle a la experiencia de “participar” un enriquecimiento cívico del ciudadano. Apelaban a la participación por fuera del ámbito gubernamental, especialmente en el lugar de trabajo y en el espacio local y barrial, y suponían para eso una ampliación en la concepción de “lo político”. Pero, sobre todo, en ellas se ponía el énfasis en el compromiso activo del ciudadano y en la importancia de dicho compromiso para el autodesarrollo. La “democracia participativa” suponía entonces tres “promesas” fundamentales: repolitizar la sociedad, comprometiendo a los ciudadanos con los asuntos comunes, expandiendo la propia noción de “la política”; en segundo lugar, ampliar el número de los involucrados realmente en las decisiones, porque surgía como una forma de la democracia no elitista, para que la democracia dejara de ser la de la participación de “unos pocos”; y, además, ampliar la democracia más allá de su visión puramente “procedimental”, más allá de las instituciones o de los dispositivos legales.
Sin embargo, la categoría de “democracia participativa”, podría decirse, quedó desde el comienzo atrapada en una brecha: entre la imagen de un proceso profundo de participación que transformaría a la democracia en su conjunto, y la invocación a una participación, limitada a espacios reducidos y cotidianos, perfectamente compatible con, y complementaria de, la democracia representativa.
Las teorías de la democracia deliberativa
Sin dudas, la otra corriente teórica relevante durante los últimos años que aparece relacionada con la imagen de una ciudadanía activa es la de la “democracia deliberativa”, inspirada especialmente en los trabajos de Jürgen Habermas[5]. Como bien señala Loïc Blondiaux (2014), estas teorías comparten con las teorías de la democracia participativa la crítica a una idea de la democracia exclusivamente electoral y mayoritaria, pero tienen horizontes diferentes: las primeras buscan involucrar al ciudadano común en la decisión, las segundas buscan mejorar la decisión, con una orientación más cognitiva y menos preocupadas por el compromiso efectivo de la ciudadanía. En efecto, para las teorías de la democracia deliberativa el voto es un procedimiento agregativo, que recuenta opiniones fijas, sin preguntarse por cómo esas opiniones se crean y se transforman, cómo pueden ser mejores para que produzcan mejores decisiones; el voto reduce la racionalidad al mero cálculo. Además, el voto se asocia con expresiones mayoritarias de la opinión y de la voluntad, dejando en el silencio a los argumentos de las minorías, y sin darle lugar al consenso, al entendimiento y al acuerdo, que también son o debieran ser una dimensión de la democracia.
Jürgen Habermas (1998) es un referente indiscutible de esta corriente. Su concepción de la democracia deliberativa se basa en su teoría de la acción comunicativa, el tipo de acción que se orienta al entendimiento y que implica la posibilidad de dejarse convencer por “la coacción sin coacción del mejor argumento”. El espacio propio de la acción comunicativa, es decir, de la deliberación, es el espacio público-político. Para Habermas, éste es el ámbito en el que se tematizan los problemas que provienen del mundo de la vida, pasando por la trama asociativa de la sociedad civil con el objetivo de ejercer influencia en el sistema político, encargado, por su parte, de tomar las decisiones. De este modo, el espacio público-político opera como una caja de resonancia del mundo de la vida, por medio de la deliberación. La democracia en la perspectiva habermasiana es deliberativa porque consiste en la articulación inescindible entre facticidad y validez, es decir, entre las decisiones y su legitimidad. La democracia implica la existencia de un sistema político encargado de decidir, pero exige también la deliberación ciudadana. Habermas llama la atención sobre la diferencia entre la acción comunicativa y la acción estratégica, la primera orientada al entendimiento y la segunda al cálculo de medios y fines; con esta distinción establece una teoría de la deliberación que supone el reemplazo de los intereses por los argumentos. El autor comparte con Joshua Cohen (2007) los rasgos que definen a una verdadera deliberación: la misma supone argumentación (intercambio de razones e informaciones y no de poder o dominación); es capaz, por lo tanto, de alterar las propias preferencias u opiniones; debe ser pública e inclusiva (constituye un intercambio entre iguales, entre personas a las que se les reconoce las mismas capacidades deliberativas) y no estar condicionada por restricciones externas; por último, se orienta al acuerdo racionalmente motivado.
Jon Elster (2001) es otro de los grandes referentes de las teorías de la democracia deliberativa. Al provenir de la perspectiva de la elección racional, aun siendo crítico de la misma, el autor toma como punto de partida la noción de “preferencias”. Para él, hay tres modos de tomar decisiones: el voto, que agrega o suma las preferencias; la negociación, que tergiversa las preferencias; y, finalmente, la argumentación, que las transforma. Si bien siempre se hallan combinados los tres modos de tomar decisiones, los dos primeros nunca pueden prescindir del último. Para darle significado al voto y eficacia a la negociación de intereses, la deliberación genuina argumentativa se hace necesaria. De este modo, el autor demuestra que la democracia es inevitablemente deliberativa. Pero la deliberación deja de ser genuina cuando no se cumplen los requisitos de la argumentación racional entre iguales y la apertura al dejarse convencer; si la deliberación no es desinteresada, si está orientada a convencer a una audiencia marcada por la desigualdad entre actores y público, si no es desapasionada e imparcial, está distorsionada desde el principio. Así como para Habermas, la distinción clave que define a la deliberación es la oposición entre acción comunicativa y acción estratégica, para Elster, la distinción clave es entre argumentación, como intercambio de argumentos, y negociación, como intercambio de promesas y amenazas.
Tal como señala Philippe Urfalino (2013), las teorías de la democracia deliberativa no han sido uniformes, y han surgido recientemente posturas que defienden modelos más “retóricos” de la deliberación, menos orientados al consenso, y capaces de darle un lugar a las pasiones y a los registros discursivos más emocionales, matizando estas estrictas oposiciones. Urfalino distingue entre dos modelos dentro de las teorías de la democracia deliberativa. El modelo conversacional, de raíz habermasiana, supone que los participantes en la deliberación son iguales, son sucesivamente oradores y oyentes, son sinceros, no están condicionados por ningún interés o ninguna pasión, y buscan cooperativamente llegar a un acuerdo o a un “entendimiento”. Asimilan la deliberación a una conversación cara a cara. Para el modelo retórico, por el contrario, no es necesaria la sinceridad de los interlocutores, ni la proscripción de las emociones en los intercambios en favor de argumentos impersonales, ni mucho menos la igualdad de los participantes. Basta con que todas las posiciones no estén fijadas por adelantado para poder hablar de deliberación. Los intereses, las emociones y la voluntad de ganarle al adversario pueden intervenir en la deliberación, así como una fuerte desigualdad en los roles de los interlocutores, es decir, la posibilidad de que existan pocos oradores frente a una audiencia que permanece en el papel de oyente. Se rescata así la tendencia agonística de la deliberación, y no necesariamente racional y cooperativa como sostiene el modelo dominante. Esta asunción del conflicto y de la desigualdad en la deliberación conlleva una gran ventaja: permite reconocer diferentes roles en una situación deliberativa, distintas funciones, autoridades, jerarquías, competencias, etc., haciendo más nutrida y menos idealizada la descripción de la deliberación.
El aporte de Iris Marion Young (2002) ha sido significativo dentro de este segundo modelo deliberativo, sobre todo en la justificación a favor de la retórica: la posibilidad de admitir en la deliberación todo tipo de registros y no solamente aquellos postulados por el paradigma de los argumentos racionales e impersonales, permite incluir a quienes no tienen las competencias que éste requiere para participar de los intercambios y que de otro modo permanecerían excluidos. La autora se preocupa por lo que llama “exclusión interna”, que tiene lugar cuando los individuos o grupos están formalmente incluidos en la discusión y en la toma de decisiones, pero los términos del discurso y de la interacción privilegian un tipo específico de estilo de expresión, y la participación de algunas personas aparece como “fuera de lugar”. Aún incluidos en el foro o en el proceso deliberativo, algunos individuos pueden sentir que sus intervenciones no son tomadas seriamente y creer que no son tratados con igual respeto; pueden sentir que sus modos de expresión son demasiado simples y no merecen consideración. Algunos aspectos de la retórica permiten contrarrestar, entonces, este fenómeno de la “exclusión interna”, dando lugar: al “reconocimiento público” de la subjetividad y de la particularidad de los demás, mediante formas de comunicación cotidianas y simples como saludos y gestos de cortesía; a formas de comunicación más afectivas que se adaptan a la particularidad de diferentes audiencias, sin denigrar las emociones o el lenguaje figurativo y sin dejar de escuchar ciertos reclamos o ciertas posiciones por su estilo discursivo; y a modos del lenguaje que expresan la singularidad de una experiencia, desafiando la visión hegemónica, por medio de testimonio o de la narrativa (storytelling).
También Bryan Garsten (2006) rescata el lugar de las pasiones e incluso de los prejuicios en su defensa de la retórica, atribuyéndoles un rol legítimo y productivo en las deliberaciones democráticas. Vuelve a las nociones de “juicio situado” y de “parcialidad deliberativa” del pensamiento aristotélico, según las cuales los puntos de vista apasionados y parciales serían buenos medios para conducir la capacidad de juicio en la deliberación. Una política de la persuasión debe ser atenta, por lo tanto, a las particulares pasiones e intereses de las diferentes audiencias y respetuosa del conocimiento enraizado en el sentido común de la experiencia cotidiana. Esta forma de pensar la deliberación supone el reconocimiento de los rasgos particulares de los individuos: sus historias, identidades, compromisos y necesidades. Cabe considerar, entonces, que los modelos retóricos de la deliberación, al tiempo que asumen las desigualdades de los interlocutores en un sentido, pueden ser más inclusivos, es decir, más igualitarios, en otro sentido.
La corriente de la “democracia deliberativa”, predominante en la teoría política desde los años noventa, comenzó, según lo recuerda Carole Pateman (2012), como una empresa propiamente académica, y luego fue seguida por estudios empíricos e incluso por la experimentación mediante la creación de instancias deliberativas especiales. Las experiencias que se promovieron desde la teoría fueron los típicamente llamados “dispositivos de mini-públicos” con un carácter fuertemente artificial, por lo que, en algunos casos, apenas se distinguen de las técnicas de investigación en ciencias sociales o marketing, como los denominados grupos focales. Se ha llamado “dispositivos de mini-públicos” a aquellos en los que se reúne una muestra aleatoria de ciudadanos comunes —por lo general de entre 15 y 20 personas seleccionadas por sorteo— para incitarlos a discutir sobre problemáticas específicas, habitualmente signadas por la incertidumbre ética y científica. A los participantes se les proporciona una formación, consistente en la lectura de material informativo y en encuentros con expertos de distintos campos. Con esta dinámica se han desarrollado distintos tipos de “jurados de ciudadanos” o “conferencias de ciudadanos” (Blondiaux, 2014), así como “sondeos deliberativos” (Fishkin, 1997) o “asambleas ciudadanas” (Brown, 2006; Warren, 2008), sobre todo en Europa y en América del Norte. El principio que sostiene a los dispositivos de mini-públicos es que los simples ciudadanos, los profanos, pueden aportar una opinión esclarecida y una racionalidad valiosa sobre cuestiones que muchas veces sobrepasan a los políticos o a los expertos. Su preocupación central es cognitiva y se orienta, como dijimos, a mejorar las decisiones más que a fomentar la participación ciudadana. Estas herramientas se inspiran directamente en las teorías de la democracia deliberativa, y algunas de ellas han sido concebidas de manera exclusiva para poner a prueba sus presupuestos: es el caso del “sondeo deliberativo”, inventado por James Fishkin (1997) para observar la evolución de las opiniones cuando éstas son sometidas a procesos de información y deliberación[6].
Las promesas de la democracia deliberativa parecen haber sido y ser más modestas que las de la democracia participativa en cuanto a su contenido democrático. En algunas perspectivas, como la de Jon Elster, así como en las prácticas de los dispositivos de mini-públicos, se trata de producir puntos de vista esclarecidos en grupos pequeños y cerrados; en la perspectiva habermasiana, se trata de influir con argumentos en aquellos que son los responsables de la toma de decisiones. Al mismo tiempo, las promesas de la democracia deliberativa suponen condiciones mucho más exigentes para garantizar una genuina deliberación, y han conducido así a la artificialidad de las instancias participativas. Sólo en esas condiciones excepcionales se cumplen las promesas de la democracia deliberativa en lo que concierne a la racionalidad de las decisiones y a la transformación de opiniones y preferencias de quienes deliberan.
Si la categoría de “democracia participativa” tiene la resonancia de un desmentido, la categoría de “democracia deliberativa” la tiene aún más. Siendo su preocupación principal la calidad de la una deliberación genuina, los trabajos inscriptos en esta corriente han terminado por concentrarse en pequeños grupos, desatendiendo la cuestión del lugar de la deliberación en la democracia[7].
Las políticas participativas contemporáneas
En Argentina y en América Latina ha resultado más influyente la noción de “democracia participativa”. Durante los últimos años, e invocando esta bandera, se pusieron en marcha diversos dispositivos participativos promovidos por las autoridades locales a nivel municipal: distintos tipos de consejos de barrio o vecinales, cabildos abiertos, foros consultivos temáticos (sobre seguridad, higiene, personas adultas mayores, etc.), dispositivos ligados a los poderes legislativos locales como la Banca Abierta o el Concejo en los Barrios (Annunziata, 2013b). Pero dentro de este conjunto, el Presupuesto Participativo, que vio luz por primera vez en Porto Alegre, Brasil, en 1989, es el más difundido. En Argentina, por ejemplo, más de 50 municipalidades han implementado alguna forma de Presupuesto Participativo, de manera que en 2012 se contaba que 29% de la población vivía en un municipio con PP (Martínez y Arena, 2013). También es el más significativo, puesto que otorga a la ciudadanía la posibilidad de discutir y votar sobre la orientación de una fracción del presupuesto municipal y, en este sentido, en tanto que la participación ciudadana en esta instancia tendría una mayor incidencia en la toma de decisiones, se lo ha considerado un mecanismo vinculante y no meramente consultivo (Blondiaux, 2014).
En general, los denominados “dispositivos participativos” constituyen instancias abiertas por los gobiernos locales para la resolución de problemas cotidianos del territorio. Con mayor o menor incidencia de la participación en los resultados, su propósito es el tratamiento de los problemas territoriales y su justificación se apoya en el “saber de la experiencia” de los ciudadanos con respecto a su habitar cotidiano de ese territorio; es decir, en la idea de que “nadie conoce mejor los problemas de un barrio que los vecinos que viven en él” (Annunziata, 2011). También cabe subrayar, siguiendo a Rémi Lefebvre (2007), que en estas instancias la participación es “otorgada” por las autoridades más que “conquistada” por la ciudadanía. Incluso puede verse a estos dispositivos como prolongaciones del estado local (Nardacchione, Carmona y Annunziata, 2011). Estos factores (su inscripción en el seno de los gobiernos locales, su diseño territorial y el tipo de proyectos u acciones que pueden llevar adelante) los convierte en instancias que se orientan hacia la gestión del entorno inmediato. Las políticas participativas son, por lo general, instancias de participación-gestión (Annunziata, 2013a) y, en este sentido es que deben comprenderse tanto sus virtudes como sus límites[8].
Quizá el mayor logro de las políticas participativas que conocemos hasta el presente sea que nos ofrecen una experiencia tangible para la ampliación de la concepción de la democracia más allá de la democracia electoral-representativa. Su instalación generalizada es otra prueba de se ha extendido la idea de que el voto es una forma limitada de participación en democracia y que la actividad ciudadana, bajo diferentes formas, debe ser permanente. Los dispositivos participativos contribuyen a otra forma de pensar la ciudadanía; el ciudadano no es el portador pasivo de derechos sino que es activo y la ciudadanía no es un status sino que es un proceso, sin punto de llegada, que está siempre en construcción (Annunziata, 2014). Sin embargo, y en concordancia con la lógica de la participación-gestión, este ciudadano activo se transforma en vecino, lo cual se relaciona estrechamente con los límites de las políticas participativas contemporáneas.
En primer lugar, tal como están pensados, diseñados y practicados, los dispositivos participativos resultan poco deliberativos. Algunos de estos dispositivos ni prevén siquiera momentos de deliberación, pero incluso aquellos que sí suponen discusiones en asambleas de vecinos no logran tampoco un carácter deliberativo. En general, los ciudadanos se acercan a estas instancias motivados por ciertos problemas concretos que buscan resolver y la tendencia es a que los ciudadanos no deliberen entre sí, sino a que se dirijan al funcionario o coordinador de la reunión, que ven como responsable capaz de resolver los problemas que los motivan a participar (Annunziata, 2013a). Como se privilegian los micro-territorios en función de la legitimidad de “ir hacia lo más local posible”, no hay muchos incentivos para que los ciudadanos salgan de su propia singularidad, conozcan y se preocupen y, sobre todo, se responsabilicen por los problemas de los otros. El saber de la experiencia que legitima las políticas participativas lleva a una comunicación del tipo “testimonio-escucha” más que deliberativa, que se puede observar en lo que los propios funcionarios llaman “catarsis” cuando describen el modo en que los participantes toman la palabra para relatar experiencias sufridas y plantear reclamos.
Los problemas de la deliberación están ligados, sin dudas, a los problemas de la escala. Los dispositivos participativos se desarrollan en los municipios, y, al mismo tiempo, la participación se organiza por áreas descentralizadas, distritos, comunas, etc., que no suelen cruzarse en ninguna etapa del proceso. Al no haber mayormente instancias temáticas que atraviesen los territorios o distintos barrios[9], los ciudadanos no se confrontan a la experiencia de los demás. Leonardo Avritzer (2014) muestra, contra el discurso dominante sobre las ventajas de la pequeña escala para la participación, que los ámbitos más locales tienden a producir una forma más estrecha de participación. La experiencia brasileña de las Conferencias Nacionales apoya esta afirmación. Esta herramienta participativa organiza, desde el nivel local hasta el nacional, mediante una estructura piramidal y con selección de delgados, asambleas ciudadanas de discusión de determinadas políticas públicas (en las áreas de salud o asistencia social, por ejemplo). El análisis de sus prácticas participativas en las Conferencias Nacionales sugiere el incremento del potencial deliberativo a medida que se asciende en los niveles (scaling up), particularmente al llegar al estadual y nacional (Avritzer, 2014). En el nivel más local, predomina la informalidad de los intercambios y los argumentos más personales y narrativos, mientras que en los niveles más altos es posible observar cómo incluso las mismas propuestas se defienden con otro tipo de argumentos, con mayor información técnica y legal y mayor grado de generalidad. Pero esta experiencia es la excepción y no la regla en América Latina.
Puede considerarse que este problema de la deliberación y de la escala, en alguna medida asociados, tiene consecuencias sobre el limitado carácter redistributivo de estas herramientas. El mejor dispositivo para evaluarlo es el Presupuesto Participativo, porque hay recursos en juego sobre los que la ciudadanía puede decidir directamente. Pero lo que generalmente se observa en la práctica es que el presupuesto se distribuye territorialmente, que no se puede derivar todo el monto a alguna obra de infraestructura que pueda ser más crucial para algunos sectores vulnerables y que, incluso a nivel de barrio o distrito, se prioriza la mayor cantidad de proyectos pequeños sobre los que requieren todo el monto otorgado. Si los recursos se fraccionan, es difícil que las instancias participativas puedan tener efectos redistributivos. Como máximo, esto se produce marginalmente entre territorios[10]. En los discursos que justifican la puesta en marcha de los dispositivos participativos se hace hincapié en su carácter igualitario, pero no se tiene muy en cuenta a la igualdad como finalidad de la participación[11].
Podemos señalar todavía otro de los límites de las políticas participativas contemporáneas en la región: el hecho de que no haya experiencias de autoridades independientes encargadas de organizar los procesos participativos, sino que las autoridades convocantes de la participación sean siempre los poderes ejecutivos locales, o los poderes legislativos locales, aunque con menos frecuencia. Por lo general, son los primeros los que abren las políticas participativas, y esto está en concordancia con la concepción de la participación-gestión: como de lo que se trata es de resolver problemas particulares del territorio, los dispositivos participativos pueden volverse fácilmente, como sus propios impulsores lamentan, “ventanillas de reclamos” (Annunziata, 2011). Cuando no se produce este extremo de participación despolitizada[12], puede darse el extremo contrario, es decir, la extrema politización de los dispositivos al servicio del poder ejecutivo. El riesgo es que tenga lugar una nueva forma de clientelismo a través de herramientas que fueron pensadas justamente para enfrentarlo. Hay pocas experiencias, o no son tan visibles, en las que son los poderes legislativos locales (Concejos Deliberantes, Concejos Municipales) los que convocan a participar; en estos casos también pueden darse otras prácticas distorsionadas. Como han mostrado algunas investigaciones (Berdondini, 2008), los concejales de la oposición pueden favorecer la aprobación de todos los proyectos que los vecinos propongan y responsabilizar luego al poder ejecutivo por el incumplimiento. Para evitar los efectos limitantes que se pueden dar en el juego oficialismo-oposición, es interesante considerar experiencias, como la Comisión Nacional de Debate Público en Francia, en las que una autoridad independiente organiza la participación ciudadana (Blondiaux, 2014). La inclusión de autoridades independientes a cargo de las políticas participativas podría resguardar a la participación ciudadana de algunos de los problemas implicados en la dinámica de participación-gestión.
Si recordamos los principios de las teorías de la democracia participativa y de las teorías de la democracia deliberativa que exploramos anteriormente, las prácticas nos confrontan a promesas incumplidas. Contrariamente a lo que esperaban las teorías de la democracia participativa, en los dispositivos participativos se busca que la política no intervenga, ya que aparece como desvirtuando su esencia (la resolución de problemas concretos del entorno inmediato que se sufren cotidianamente); la participación en estas instancias está lejos de ser masiva, y sigue siendo la de “unos pocos”, rondando 1% de la población[13]; y tampoco se ha podido ir más allá de la visión “procedimental” de la democracia, sino que se comprende a la participación en términos de dispositivos con reglas y diseños institucionales que se adicionan a las instituciones ya existentes. Al mismo tiempo, la preocupación por la calidad de la deliberación no ha dejado su marca en las políticas participativas contemporáneas de la región, que se enfocan más hacia el compromiso activo basado en el voluntariado que hacia la racionalización de las decisiones.
En todo caso, tanto las teorías de la democracia participativa como las teorías de la democracia deliberativa aparecen signadas por cierta simplificación, cierta perspectiva sistémica que sigue ubicando en el centro a una democracia representativa inalterable y que reparte funciones y lugares: a los políticos les corresponde la representación; a los ciudadanos, la participación y la deliberación en los ámbitos reducidos (los barrios o los mini-públicos), lo cual no hace sino devaluar los principios de la participación y la deliberación.
La democracia exigente
¿Se puede ir más allá de las simplificaciones? ¿Se puede pensar una teoría de la democracia que otorgue un lugar constitutivo y dinámico a la actividad ciudadana? Cabe recurrir a los últimos trabajos de Pierre Rosanvallon, que nos dan algunas pistas en este sentido. Rosanvallon aborda las transformaciones políticas contemporáneas desde la perspectiva de lo que podríamos llamar la “complicación de las democracias”. La “complicación de las democracias” es, sobre todo, una expansión de las actividades ciudadanas y de las formas de la legitimidad más allá de lo que el autor llama la “democracia electoral-representativa”. Rosanvallon se consagra a elaborar la teoría de lo que se observa ya como transformación de la experiencia y que, en su perspectiva, debe integrarse en la propia definición de la democracia. Para él, nuestro presente es una época de desacralización de la democracia electoral-representativa, puesto que se revelan las ficciones sobre las que ésta se ha apoyado durante dos siglos y se vuelven así menos operantes (la equivalencia entre la voluntad general y la mayoría aritmética, la equivalencia entre el momento electoral y la totalidad del mandato, por ejemplo). La clave de esta desacralización es que la democracia electoral-representativa resulta hoy insuficiente; la legitimidad electoral de los gobernantes ya no coincide como antes con la legitimidad de sus acciones, ya no la garantiza. De modo que surgen nuevas formas de actividad ciudadana más allá del voto, y nuevas formas de legitimidad más allá de la electoral.
Lo primero es fundamental para nuestro argumento, y configura lo que Rosanvallon (2007a) ha denominado la contra-democracia, que se define como la democracia de la desconfianza frente a la democracia de la legitimidad electoral. No se trata de lo contrario de la democracia, sino más bien de una forma de democracia que se contrapone a la otra[14]. Esta contra-democracia se despliega mediante una serie de poderes que constituyen el ejercicio indirecto de la soberanía; no tienen ni pueden tener una expresión constitucional, son más bien informales; con distintos grados de institucionalización no constitucional, y es sobre todo por sus efectos que se manifiestan.
Rosanvallon distingue tres tipos de poderes contra-democráticos. Los primeros son los poderes de control, que ponen a prueba la reputación del poder, mediante la vigilancia, la denuncia y la calificación ciudadana. La vigilancia constituye una inspección continua de los diferentes dominios de la acción gubernamental. Los poderes de denuncia implican una atención sobre la conducta de los gobernantes, siendo las reputaciones personales las que aquí se ponen a prueba, mediante los denominados “escándalos”.[15] Los poderes de calificación implican, por su parte, una puesta a prueba de orden técnico, un testeo de la competencia de los gobernantes, que parecen volverse así, como afirma Rosanvallon, “los alumnos de los gobernados”. Hay toda una serie de nuevos actores del control que se han desarrollado desde los años ochenta en particular: organizaciones no gubernamentales, autoridades independientes de vigilancia, instancias de evaluación, observatorios de todo tipo, movimientos ciudadanos, internet y las nuevas tecnologías de comunicación. Con estos poderes de control, que pueden ser permanentes mientras la democracia electoral-representativa es intermitente, emerge la figura del Pueblo-controlador.
Los poderes de obstrucción o de veto constituyen poderes de rechazo, que tienen por cierto su expresión electoral[16], pero que se manifiestan sobre todo como la reacción ciudadana ante las decisiones de los gobernantes. Rosanvallon destaca que la negatividad tiene una ventaja estructural en el mundo contemporáneo, que ya no está estructurado por las confrontaciones ideológicas de antaño: a diferencia del proyecto, el rechazo cumple la voluntad completamente, proporciona un resultado eficaz e inmediato; y las mayorías de reacción son más fáciles de formar que las mayorías de acción. La crítica siempre existió como dimensión de la democracia: el derecho a resistencia, por ejemplo, fue conceptualizado antes que el derecho a voto; luego tomó otras formas, como la oposición dentro del marco representativo, o la lucha contra el sistema, o la lucha de clases. Pero hoy en día, al declinar el rol de los partidos políticos, declina también el rol de la oposición; y los descontentos —o los indignados, valdría decir—, que no aspiran a tomar el poder, reemplazan a los rebeldes. Es por eso que estos poderes contra-democráticos se expresan sobre todo mediante manifestaciones callejeras que hacen retroceder a los gobiernos o los obligan a introducir modificaciones en las decisiones, o a retirarlas simplemente. Podríamos concebirlos como “estallidos” o como manifestaciones de protesta. De los tres poderes contra-democráticos identificados por Pierre Rosanvallon, el más evidente en nuestro contexto nacional y regional es el poder de veto. Los poderes de veto tienen una gran significación: como sostiene el autor, pareciera que la soberanía del pueblo se expresa cada vez más como una sucesión de rechazos puntuales, de modo que es posible hablar de una “soberanía social negativa”, que da lugar a la emergencia de la figura del Pueblo-veto.
Finalmente, encontramos los poderes de juicio o de puesta a prueba por medio del juicio. Estos poderes se vinculan con lo que suele llamarse la “judicialización de la política”. Pareciera existir actualmente una preferencia por el juicio como modelo de toma de decisiones frente al modelo de la elección. A diferencia de la elección, el juicio cierra las disputas, obliga a explicarse y justificarse y trata casos particulares. Sobre todo, la búsqueda de culpables reemplaza el ejercicio satisfactorio de la responsabilidad política. Estos poderes se manifiestan a través del rol creciente de los jueces en la escena política; pero es también el pueblo el que juzga a través de los jueces, emergiendo así la figura de un Pueblo-juez.
De esta manera, al lado de la figura del Pueblo-Elector aparecen tres nuevas figuras en lo que respecta a la actividad ciudadana: el Pueblo-controlador, el Pueblo-veto y el Pueblo-juez. La actividad ciudadana no se limita ya a la actividad electoral, sino que adquiere nuevas formas. Esto significa que se pluralizan las modalidades de aparición de la soberanía del pueblo: los ciudadanos controlan, rechazan, juzgan, además de votar, y así también ejercen indirectamente la soberanía. La actividad ciudadana se expande en esta nueva organización de la desconfianza que son los poderes contra-democráticos. Por eso, para Rosanvallon, la idea del “ciudadano pasivo” no es más que un mito. No estamos frente a la apatía política o frente al repliegue en la esfera de lo privado, sino más bien frente a una multiplicación de formas activas de expresión ciudadana. Por eso, el peligro o riesgo contemporáneo no es entonces la despolitización sino lo que el autor llama “lo impolítico”, es decir: la fragmentación de poderes dispersos que no logran inscribirse en un relato común, y que contribuyen a debilitar al mismo poder al que se le dirigen las demandas.
Pero además de expandirse la actividad ciudadana más allá de la electoral, también emergen en el presente nuevas figuras de la legitimidad democrática, nuevas formas de ser concebido como democráticamente legítimo (Rosanvallon, 2010). La primera de estas figuras es la legitimidad de imparcialidad. En esta forma de legitimidad, el interés general está garantizado por el hecho de que nadie, ninguna parte involucrada, tiene una ventaja o un privilegio, es decir, el camino hacia lo general se alcanza por medio del equilibrio entre las distintas partes implicadas en una cuestión, por la equivalente distancia frente a los intereses particulares. Las denominadas instituciones independientes de regulación o control, tales como la Comisión Nacional de Informática y Libertades o la Comisión Audiovisual en Francia, son sus instituciones características[17]. Las mismas se consideran independientes por su composición: sus miembros no son electos popularmente, y, por lo general, se emplea una combinación de fuentes de nominación, en la que los partidos políticos pueden designar sólo a una parte de ellos, pero donde los expertos o las personalidades públicas son centrales. También se caracterizan por una forma particular de tomar decisiones, mediante la deliberación: son instituciones deliberativas-pluralistas, como señala el autor.[18] De lo que se trata es de sustraer determinados campos al conflicto y a la temporalidad inestable del mundo electoral-mayoritario. Se trata de completar un dominio del conflicto entre ideas e intereses, con un dominio del consenso. Sobre el conflicto entre ideas e intereses, subjetivo, se apoya precisamente la competencia electoral; sin este conflicto, la democracia no puede existir. Pero tampoco puede existir sin otros espacios que se constituyan como espacios de lo común y del consenso objetivo, del reconocimiento de ciertos valores compartidos.
La segunda nueva forma es la legitimidad de reflexividad, según la cual se llega al interés general por medio de una multiplicación y una complejización de los puntos de vista. En el lugar de la simplificación que supone la elección, la legitimidad de reflexividad coloca la insistencia reflexiva de volver a pensar las decisiones, de pluralizar los enfoques y los ángulos sobre cada cuestión para lograr una visión más completa de la misma. En efecto, la reflexividad puede verse como la cara opuesta de la elección, que condensa la diversidad de argumentos en un lenguaje único y simplificado: el de la boleta electoral. Las cortes constitucionales, o las instituciones que pueden realizar el control de constitucionalidad, son las instituciones características de la reflexividad para Rosanvallon. Pero la reflexividad jurídica de las cortes constitucionales puede prolongarse como reflexividad social y cognitiva en el campo político, gracias a la acción de los movimientos sociales, de organizaciones de la sociedad civil, de diversas agencias públicas y ciudadanas de control, y también gracias a al trabajo crítico de las ciencias sociales. En este caso, de lo que se trata es de volver a pensar frente a cada decisión, en las distintas partes involucradas, en los distintos puntos de vista, multiplicando la deliberación y obligando a los poderes a argumentar, a rendir cuentas o justificar públicamente sus acciones.
Por último, cobra relieve lo que Rosanvallon llama legitimidad de proximidad. Aquí el interés general se logra por la consideración y el reconocimiento de las singularidades sociales; en lugar de poner una distancia frente cada particularidad, como la legitimidad de imparcialidad, la proximidad supone una inmersión en el mundo de lo particular, una atención a los individuos concretos, sus experiencias, vivencias e historias. Esta figura de la legitimidad no tiene para el autor una institución característica, sino que remite a un conjunto de expectativas sociales sobre el comportamiento de los gobernantes, sobre su conducta: lo que aparece como más democráticamente legítimo es que éstos escuchen las experiencias singulares, que tengan en cuenta las especificidades de cada situación. A los ciudadanos les importa cada vez más el ser escuchados que la decisión que finalmente se toma con respecto a su caso; no quieren que su situación singular sea ignorada por la abstracción de las reglas. De allí que la compasión y la empatía hayan adquirido un rol central en la vida política: hoy se despliega toda una nueva gestualidad del poder tendiente a mostrar la empatía que los gobernantes son capaces de tener con los gobernados, a mostrar cómo pueden comprender la singularidad de la experiencia de los ciudadanos concretos. Cada vez es más importante que los gobernantes desciendan al territorio, que visiten a las víctimas que han pasado por tragedias o catástrofes, de modo que se configura una “política de la presencia”, a tal punto, señala agudamente Rosanvallon, que pareciera que el “estar presente” reemplaza el proyecto de “volver presente”, de “re-presentar”. Esto es acrecentado por la centralidad de los medios de comunicación audiovisuales, cuya función, más que dar a conocer lo que dicen o hacen los gobernantes, es de manera creciente mostrarlos, poner en escena su personalidad, su intimidad y su conducta. Aunque Rosanvallon no identifique en este caso una institución característica, es posible considerar que la legitimidad de proximidad sí podría tener su cristalización institucional en los “dispositivos participativos”, que tratamos en el apartado anterior y que se presentan especialmente como instancias de escucha y de atención a la singularidad de las experiencias cotidianas de los ciudadanos (Annunziata, 2013b).
Han aparecido, entonces, nuevas formas de ser considerado legítimo desde un punto de vista democrático, que no tienen que ver con la consagración en las urnas y los partidos políticos. Pero estas formas se basan en cualidades que no están adquiridas de una vez y para siempre sino que deben ser probadas de manera permanente en la conducta y la acción de las instituciones. Se trata de formas de legitimidad que apuntan a la durabilidad, pero al mismo tiempo son precarias, requieren que la sociedad perciba a las instituciones o comportamientos que las encarnan como imparciales, reflexivos o próximos. Estas tres nuevas figuras de la legitimidad democrática componen un proceso de “descentramiento de las democracias”, es decir, de pérdida de centralidad de su dimensión electoral-representativa, y sus instituciones conforman la “democracia indirecta” como una parte del régimen político, que viene a compensar los límites de la democracia electoral-representativa para ir más allá del conflicto subjetivo y partidario y de las formas de decisión mayoritarias. Las instituciones de la democracia indirecta vienen a ocupar el lugar que le corresponde al consenso y a la deliberación en la democracia. Encarnan la objetividad frente a la subjetividad del conflicto de intereses del mundo partidario, propio de la esfera electoral-representativa; y al mismo tiempo, encarnan el ideal de unanimidad que remite a la “voluntad general”, frente a las formas de decisión mayoritarias y agregativas características del ámbito electoral.[19]
La definición de la democracia que propone Pierre Rosanvallon, retomando las experiencias contemporáneas, supone que la democracia no tiene una única dimensión, y que a su vez es plural al interior de cada una de las dimensiones que la componen. Por un lado, la democracia es régimen político, y en este sentido es la democracia electoral-representativa, pero también las instituciones de la democracia indirecta; por otro lado, la democracia es una forma de gobernar, y por lo tanto supone en los gobernantes la conducta de la proximidad; además, y especialmente, la democracia es actividad ciudadana, y en esta dimensión se comprende la actividad electoral, pero también todo el universo de poderes contra-democráticos; por último, pero no menos fundamentalmente, la democracia es una forma de sociedad que debe constituirse como sociedad de iguales (Rosanvallon, 2012), semejantes y singulares a la vez.
¿Es esta forma de pensar la democracia una teoría de la democracia participativa? ¿Es una teoría de la democracia deliberativa? Sí y no al mismo tiempo. O sí en alguna medida, aunque a la vez nos conduzca más allá de ambas. Nos obliga a considerar, dentro de la noción de participación ciudadana, a la actividad contra-democrática, con sus fortalezas y sus peligros propios. Nos permite advertir también que la participación contemporánea, cristalizada en los dispositivos participativos, se entrelaza con nuevas formas de gobernar, en las que la legitimidad de proximidad deja su sello. Su concepción es una teoría de la democracia participativa, porque hace de la actividad ciudadana una dimensión ineludible de la democracia frente a cualquier idea del “gobierno de los políticos”, pero va más allá porque llama la atención sobre el abanico de formas en las que los ciudadanos se involucran y actúan en el mundo contemporáneo, aún sobre las que tienen efectos impolíticos; porque no separa la actividad ciudadana de las transformaciones que viene atravesando la representación; y porque reconoce en algunas formas de participación específicas, como las que tienen lugar en los dispositivos participativos, las necesidades democráticas de un tipo de conducta de los gobernantes, llamados cada vez más a crear canales de atención de la singularidad de la experiencia de los ciudadanos.
¿Y es una teoría de la democracia deliberativa? Sí: la democracia es la representación y también lo que está más allá de ella; es un sistema representativo y también un espacio público. Pero no se requiere el amparo de un enfoque sistémico como podría ser el de Jürgen Habermas. La democracia es tanto representación como deliberación, sin que haya ninguna simplicidad en esto; nada que nos indique tranquilizadoramente que hay actores y espacios propios de la una, y actores y espacios propios de la otra. Esta división tiende a presentarse como evidente en las teorías de la democracia deliberativa, como dijimos: la representación es para los políticos, la deliberación para los ciudadanos. Pero en la obra de Rosanvallon la deliberación democrática no es exclusiva de la actividad ciudadana; es fundamental que exista en las instituciones de la democracia indirecta, que encarnan los principios de legitimidad de la reflexividad y la imparcialidad. Y, al mismo tiempo, la actividad ciudadana no es sólo ni siempre deliberativa; al contrario, muchas veces tiende a inscribirse en una pura negatividad cuya función no es presentar argumentos sino manifestar un rechazo a las decisiones de los gobernantes. Por otra parte, la democracia es tanto conflicto como consenso. Pero no se trata de una combinación como la ya presente en otras teorías, devenida quizá una consigna repetida: la “institucionalización del conflicto”. La misma identifica el consenso con un acuerdo sobre las formas legítimas en las que el conflicto puede desarrollarse. Pero el consenso no es sólo el marco en el que el conflicto ocurre, no es sólo sobre las reglas. Debe ser un consenso con contenido, como acuerdo sobre aquello que la comunidad quiere proteger, dejándolo al margen de las divisiones de intereses y opiniones, y pudiendo pensarlo en el largo plazo. Nos permite así pensar que hay formas distintas de deliberación, algunas orientadas al consenso y algunas orientadas al conflicto; ambas deben tener su lugar en la democracia.
De la teoría de la democracia de Pierre Rosanvallon podemos recuperar también la idea de que la misma constituye un proyecto nunca cumplido plenamente. Pero saliendo de un enfoque procedimental, como ha predominado en la ciencia política heredera de Robert Dahl (1989) y su distinción entre democracia y poliarquía. No se trata de tener una grilla de instituciones con la que podamos ir a evaluar cada realidad nacional y concluir, en función de su presencia o ausencia, un determinado grado de “poliarquización” del régimen, más o menos cercano al ideal inalcanzable de la democracia. La democracia no es un procedimiento. O sí lo es, pero sólo en parte, puesto que los procedimientos cristalizan ciertos principios, sustituyen a las sustancias, y siempre subsisten dimensiones de la democracia que no es posible transformar en procedimientos. En todo caso, no existe un procedimiento universal o un conjunto de instituciones que universalmente —en el espacio y en el tiempo— sirvan de vara de medida de la democracia. Aunque la democracia sea un horizonte al que tender sin nunca llegar completamente, no hay un “modelo” de democracia. Y esto es porque Pierre Rosanvallon define a la democracia como un conjunto de experiencias. En sus palabras: “Para pensar bien la democracia, es preciso, entonces, abandonar la idea de modelo en beneficio de la de experiencia. Las condiciones del vivir juntos y del auto-gobierno, en efecto, no están definidas a priori, fijadas por una tradición, o impuestas por una autoridad. Al contrario, el proyecto democrático constituye a lo político en un campo ampliamente abierto, por el hecho mismo de las tensiones y de las incertezas que le son subyacentes.” (Rosanvallon, 2007b: 15).
Una definición de la democracia a partir de la experiencia es una definición que se reclama “realista” sin ser, al mismo tiempo, “mínima” o “minimalista”. Es una teoría exigente, en el sentido de que asume las experiencias que pluralizan y multiplican las dimensiones de la democracia como parte de su propia definición, pero sigue siendo realista porque lo que incorpora es aquello que los hombres han experimentado y experimentan hoy en día. Sin embargo, una definición de la democracia a partir de la experiencia y no del modelo, obliga a considerar su carácter problemático, a interrogarse por las fallas, tensiones, sustituciones y ficciones que le son constitutivas.
Si hay un universalismo democrático, si podemos pensar una teoría universal de la democracia, es sólo a través de sus experiencias, es sólo en los términos de un universalismo experimental. Lejos de la facilidad de una definición “formalista” o “minimalista” de la democracia, cuyo atractivo es la ilusión de aparecer como más evidentemente “universal”, Pierre Rosanvallon defiende la idea de que la única definición universal posible de la democracia es aquella que radicaliza sus exigencias. Esto significa: aquella que la considera como un conjunto de experiencias, inacabadas, multiplicadas, y reclamando el trabajo de volverlas inteligibles; aquella que renuncia a la comodidad de modelos y de grillas y pide interpretar y asumir lo que los hombres experimentan. Régimen político, forma de gobernar, actividad ciudadana y forma de sociedad; participativa y deliberativa, la teoría de la democracia exigente que nos propone Pierre Rosanvallon parece hacerse eco de los desafíos de nuestro tiempo.
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Notas
[1] G. Mosca, V. Pareto, R. Michels, y el propio Schumpeter, entre otros, eran representantes de esta corriente.
[2] Los autores con los que discute especialmente son B. Berelson, R. Dahl, G. Sartori y H. Eckstein.
[3] Parte del trabajo de la autora revisaba la experiencia de la participación en una fábrica en Yugoslavia, que proponía como evidencia empírica de esta posibilidad.
[4] Otro pensador significativo en esta línea fue C. B. Macpherson (1994), quien sostenía que, aunque a escala masiva no era posible prescindir de los políticos electos, la democracia no tenía que ser indirecta de manera exclusiva.
[5] Para una revisión completa y argumentada de las teorías de la democracia deliberativa, ver la obra dirigida por Girard y Le Goff (2010).
[6] Mientras que los sondeos tradicionales performan la opinión de los ciudadanos, los sondeos deliberativos buscan conocer qué opinión tendrían los ciudadanos si hubieran podido considerar seriamente la cuestión sobre la que les pregunta. En los términos de su inventor, el propósito es darles una voz a los ciudadanos en condiciones en los que éstos verdaderamente puedan pensar (Fishkin, 1997).
[7] Es la atinada advertencia de Chambers (2009), quien se pregunta si la deliberación ha abandonado a la democracia de masas.
[8] Esto significa que no se puede esperar de estas instancias, por ejemplo, la espontaneidad y la autonomía ciudadanas que sí caracterizan a otras formas de participación contemporáneas, como los movimientos ciudadanos, los estallidos de protesta y los asambleísmos, que han emergido también de manera notable durante los últimos años en la región y en el mundo, y que se han beneficiado particularmente de las nuevas tecnologías de comunicación (Annunziata, 2013a; Castells, 2012). Tampoco se puede esperar una incidencia evidente en la toma de decisiones ni una participación masiva, como son capaces de promover los mecanismos de democracia directa, que también han tenido un impulso destacado en la región (Welp y Serdült, 2009).
[9] El criterio predominante para la elaboración de proyectos y distribución del presupuesto en el Presupuesto Participativo en Argentina es territorial; sólo un municipio con presupuesto participativo tiene una instancia temática (Martínez y Arena, 2013).
[10] En el caso del Presupuesto Participativo, algunos pocos municipios han combinado el criterio territorial de distribución del presupuesto con criterios de equidad, como la consideración del índice de NBI o de un índice de carencia para incrementar en una fracción el presupuesto de los distritos o barrios más desfavorecidos (Martínez y Arena, 2013).
[11] En principio, no tiene por qué ser un objetivo de la participación. De hecho, la puesta en marcha de estos dispositivos trasciende las ideologías y las etiquetas partidarias. Puede observarse la variedad de signos políticos o de etiquetas de los gobiernos municipales que llevan adelante una experiencia de Presupuesto Participativo en Argentina: UCR, FPV, frentes vecinalistas, socialistas, PRO, etc. (Annunziata, 2011; Carmona, Acotto y Martínez, 2013). Yendo más lejos, incluso el desarrollo de este tipo de herramientas, como el Presupuesto Participativo, en contextos autoritarios como China, demuestra que nada en los dispositivos en sí garantiza su carácter democrático. Ver, por ejemplo, Cabannes y Zhuang (2014), He (2014).
[12] La participación-gestión se traduce muchas veces en un rechazo de la política en el seno de los dispositivos participativos (Annunziata, 2011).
[13] Martínez y Arena (2013) informan que en los Presupuestos Participativos implementados en Argentina la participación alcanza, en promedio, a 2,5% de la población en los momentos de selección de proyectos (que demandan el menor compromiso) y a 0,5% en promedio en la etapa de asambleas (que demandan un compromiso mayor).
[14] No es tampoco la versión liberal de la desconfianza, como sospecha del poder popular —característica de las teorías de Montesquieu o de los Federalistas, por ejemplo—, como preocupación por limitar al poder. Es una vía democrática de la desconfianza, en el sentido de que implica velar por que el poder sea fiel a sus compromisos, por que no se autonomice de la sociedad y responda de algún modo al interés general.
[15] Para el autor, la desideologización de lo político propia de nuestro presente produce una relación inédita de nuestras sociedades con la transparencia, un abordaje más individualizado de las cuestiones políticas va de la mano con una mayor exposición de los gobernantes a la observación de sus conductas.
[16] Rosanvallon observa cómo en las elecciones es cada vez más frecuente que se expresen rechazos, se vota contra tal o cual candidato o gobernante, por eso se habla del “voto rechazo”. El autor afirma incluso es posible ver a las elecciones casi como “deselecciones”.
[17] Pierre Rosanvallon considera a las autoridades independientes también como posibles actores contra-democráticos de control. Pero hay que destacar que, desde el punto de vista de la Contra-democracia, estas instituciones pueden ser poderes de control sólo cuando su acción sea pública y apropiada por la ciudadanía.
[18] La imparcialidad, sin embargo, no es la mera independencia; se trata de una cualidad activa que debe ser demostrada públicamente de manera constante; de allí la importancia que tiene para estas instituciones, si es que se busca que cumplan su rol democrático, el hecho de ser percibidas socialmente como imparciales y no cooptadas por los partidos políticos o los grupos de interés.
[19] Por otra parte, parecen delinear los contornos de una nueva división de poderes: en un momento en que la división clásica de poderes pierde su significación, porque el ejecutivo se presenta como la única sede verdadera del poder en las distintas latitudes y en los distintos sistemas de gobierno, las instituciones de la democracia indirecta podrían venir a configurar la forma contemporánea de la división de poderes.