- Pablo Paño Yáñez - Universidad de Barcelona
¿Pueden convivir neoliberalismo y democracia participativa?

Resumen
El presente trabajo realiza un repaso de las experiencias de presupuesto participativo en Chile desde su origen y comprueba la existencia de importantes debilidades institucionales que impiden que aquellas sean relevantes en términos de políticas públicas con participación ciudadana sustantiva o como canal hacia vías diversas de transformación social. Estas debilidades pueden ser atribuidas principalmente al marco neoliberal que rige el país en su sentido amplio y que, como tal, impide la viabilidad de experiencias relevantes de democracia participativa ni siquiera en el ámbito local. Remarcando también la potencialidad de las fortalezas, principalmente ciudadanas, que observa en los procesos chilenos, el trabajo señala pautas que puedan convertir estas experiencias en relevantes y, con ello, aportar a la superación de esa pesada estructura neoliberal que impide una verdadera democratización social del país y el protagonismo de la ciudadanía en la definición de necesidades y proyecciones.
Palabras clave: neoliberalismo, democratización, participación, democracia participativa, Chile.
Introducción
Aun cuando se trate de un tipo de experiencias de muy bajo impacto en la política nacional, referirse a la trayectoria y evolución de los presupuestos participativos en Chile durante los últimos 14 años, desde que se inició su práctica en el país, constituye un reflejo de la trayectoria más general vivida por el país en términos políticos, especialmente en cuanto a la definición y el papel otorgados al Estado. El contexto particular de Chile, marcado en esta época por su retorno a la democracia formal, determina en gran medida las características y condiciones en que los presupuestos participativos emergieron y se han llevado a cabo en algunos pocos de sus gobiernos locales. Si el país ha vivido una lenta transición desde la férrea dictadura de Augusto Pinochet —asociada a la implantación de un agudo modelo neoliberal económico y de gestión—, con importantes debilidades aún respecto a su democratización, los presupuestos participativos han reflejado en gran medida esos condicionantes. Por ello han constituido sólo frágiles iniciativas locales de bajo impacto socio-político, por mucho que se puedan considerar como uno, sino el que más, de los programas con mayor grado de innovación y cambio de lógica respecto al operar tradicional de la política nacional a nivel local en los últimos años.
Nuestra tesis para vincular ese marco general de la evolución nacional en términos políticos, económicos, sociales y culturales con un fenómeno frágil, incipiente y parcial como son los presupuestos participativos, se centra en considerar que los marcos normativo-legales —especialmente económico, institucional y partidario-políticos—, así como los socio-culturales relacionados con los primeros, han marcado profundamente las condiciones para que una política de esta potencialidad democratizadora y en pro de la justicia social pudiera arraigar profundamente en los gobiernos locales chilenos. Aun así, pese a estos marcos que han restringido seriamente su impacto, existe una serie de señales, especialmente en los movimientos sociales aunque también en menor grado a nivel institucional, que aspiran a la búsqueda de procesos de transformación social relevante, entre las cuales los presupuestos participativos pueden constituir una de las vías en el marco local. Algo así como que, pese al restringido marco estructural que han determinado las instituciones, la potencialidad de la herramienta, especialmente con los planteamientos innovadores que implica en lo social, provoca cambios que desbordan ese marco tradicional.
El caso específico de las más de 30 experiencias en presupuesto participativo que se pueden contar en Chile desde el año 2001 nos permite el acercamiento a un debate mucho más de fondo acerca de la relación entre dos marcos genéricos. Por una parte, el modelo capitalista neoliberal como sistema de producción, acumulación y dominación ya globalizado que, junto a otros ámbitos, impone un modelo político que denominamos como democracia representativa, caracterizada por su bajo perfil, que no cuestiona el funcionamiento de ese modelo; y por otra, la denominada como democracia participativa, que aunque aún con mucho menos experiencias y peso en el mundo macropolítico actual, encarna con claridad una de las alternativas respecto de las condiciones que el modelo general impone. Para partir, analizaremos ambos conceptos y propuestas para, desde ahí, establecer conexiones con las experiencias aplicadas de presupuesto participativo en el país trasandino, que de alguna manera reflejan las contradicciones y alternativas entre ambas propuestas.
Pese a que se aborden en mayor medida debilidades que fortalezas, el presente no pretende ser un artículo pesimista. Más bien, quiere aportar una visión crítica realista y constructiva hacia la mejora de los procesos de presupuesto participativo y democracia participativa, a la luz de las buenas prácticas que se detectan, proyectadas hacia nuevas iniciativas que se vislumbran y que incipientemente parecen querer comenzar a operar en Chile.
A. Marcos conceptuales y lógicas a contrastar entre neoliberalismo y democracia participativa
Neoliberalismo: un global y fortalecido escenario a superar
Sin recurrir a definiciones especialmente ideologizadas, existe un acuerdo bastante amplio respecto a definir el neoliberalismo como la fase más actualizada del capitalismo entendido ya como ese complejo, estructurado y organizado sistema de dominación (y ya no simple sistema capitalista de producción) (González Casanova; 2004). Existe acuerdo también en características como su importante énfasis en lo financiero y la pérdida de centralidad de lo productivo, por mucho que este último permanezca con una actividad significativa; el alto grado de concentración de capitales y finalmente de la riqueza que ha significado; asimismo, su importante fortaleza para imponerse como modelo predominante bajo el marco de una globalización que en gran medida ha llevado su sello. Precisamente, la fortaleza que el desarrollo capitalista ha dado a las corporaciones como agente central de este modelo se traduce en su capacidad para imponerse en el marco político y lograr que las principales instituciones políticas mundiales acepten y garanticen su lógica, ya sea en marcos nacionales (gobiernos e instituciones estatales, regionales e incluso locales) como internacionales (gobiernos regionales, organismos internacionales, etc.).
Desde su inauguración en la década de los 80 de la mano de figuras como Ronald Reagan o Margaret Thatcher —que los impusieron en sus países y en el panorama internacional hasta la actualidad—, hemos visto, salvo algunas excepciones, como en América Latina, la proliferación e instauración de su lógica centrada en la privatización, reducción de los servicios públicos bajo el lema de entregar al mercado la regulación de la sociedad. La concentración del capital en menos manos (no solo personales sino de las corporaciones más fuertes respecto de otra menores), la importante reducción del Estado social (incluido el del Bienestar occidental, asociada a una fuerte pérdida de derechos sociales logrados), la desdemocratización política desde lo institucional con agudización de esa pérdida de legitimidad (como sucede con presidentes de países europeos como Italia, Portugal o Grecia designados por organismos supranacionales, en base a criterios técnicos y eludiendo la decisión de sus propios pueblos), son entre muchos otros especialmente representativos de este modelo que vulnera la soberanía popular), son hoy por hoy expresiones claras cada vez más naturalizadas respecto del funcionamiento económico, político y sociocultural del mundo bajo esta lógica neoliberal. Como afirman Lavel y Dardot (2013), ya podemos hablar de una racionalidad neoliberal en sí misma que organiza y estructura a gobernantes y gobernados, habiendo generalizado la competencia como norma de conducta y la empresa como modo de subjetivación.
Señalábamos que hasta cierto punto ha sido en América Latina donde se han concentrado intentos de alternativas a su versión más pura. Y se producen en países duramente castigados, especialmente en las décadas de los 80 y 90, por las consecuencias sociales y también económicas de la implantación de experiencias neoliberales, como sucedió en Argentina, Brasil y Ecuador, entre varias otras. Fenómenos de empobrecimiento masivo, mayoritaria privatización de los servicios públicos, retención de recursos de los sectores trabajadores por empresas privadas en connivencia con el Estado (“corralitos” y otras estafas públicas) y, finalmente, inviabilidad macroeconómica con fuertes endeudamientos fueron demostración de las múltiples consecuencias negativas que portaba, y lo visibilizaron como una alternativa no viable para sus países, por mucho que en una dinámica globalizada pervivan su lógica y mecanismos.
Algunos lustros después, experiencias como la brasileña, argentina, boliviana, uruguaya, venezolana o ecuatoriana, cada una con sus particularidades contextuales, muestran incuestionablemente una mayor viabilidad económica, política y social, y han superado esos marcos de depresión económica con agudas consecuencias sociales que el modelo neoliberal más duro imponía. Hoy por hoy, todos ellos arrojan cifras tanto macro como microeconómicas mucho mejores, así como un claro mayor cumplimiento de metas hacia el logro de los Objetivos del Milenio (PNUD; 2012), a la vez que internamente muestran también logros importantes en redistribución, recuperación y mejora de la calidad en servicios públicos (salud, educación, infraestructuras, etc.) e incluso, vías hacia la sustitución de importaciones con el acento en un desarrollo más endógeno.
En términos socioculturales, las traducciones del modelo y lógicas neoliberales también muestra características claras allá donde se han asumido por períodos extensos. Dinámicas en torno la individualización social de la mano de la acentuación de la competencia por unos recursos y servicios no garantizados, la centralidad del consumo asociado a prácticas de consumismo cada vez más extendido como móvil de vida e importantes señales de destrucción de hábitos más colectivos y comunitarios, marcan su dinámica asociada, también, a fenómenos de reproducción y nuevas variantes de la desigualdad y exclusión social, endeudamiento familiar, agudización de las diferencias entre servicios públicos y privados, junto a una larga muestra de otros fenómenos que reflejan una propuesta que no atiende a la búsqueda ni de equidad ni de justicia social.
El tratamiento y relación con el medioambiente tiene también una expresión clara bajo este modelo. Si bien está claramente definida la relación capitalista con la naturaleza como de explotación e instrumentalización de ésta para su mercantilización, bajo el modelo neoliberal, que promueve un marco de extensión del consumo, de lógicas de obsolescencia programada de los productos y, precisamente, de búsqueda de mayores ganancias, esa relación se agudiza en un planeta que por lo demás ya muestra señales claras de agotamiento por ese tipo de explotación. Fenómenos como el cambio climático con sus múltiples y cada vez más intensas expresiones, la escasez y contaminación del agua o la reducción vertiginosa de la biodiversidad del planeta, agudizan ese escenario y comienza en diferentes puntos del globo a mostrar consecuencias graves, la mayor parte de ellas irreversibles. El carácter destructivo de este modelo que, por lo demás no tiene un gobierno claro sino que opera como un sistema multicomplejo con dinámica propia de difícil reorientación, se convierte pues en otra de sus inquietantes características fundamentales.
La fortaleza del modelo es muy relevante. El poder cada vez más significativo de las grandes corporaciones asociada a centros de poder político-militares, así como su vinculación a la tecnociencia como la principal fuerza productiva del planeta y con un intenso grado de innovación y aplicación de tecnologías diversas hacia la mayor productividad y control de la expansión de ese modelo, muestra un grado de penetración en los sistemas sociales muy significativa. Evidentemente se trata de un modelo que obtiene resistencias en múltiples puntos del planeta de parte de muchos colectivos que, a su vez, avanzan con menos recursos en la construcción de alternativas, especialmente locales. Por tanto, se asiste a una situación dual: un modelo imperante que impone un sistema más agudo de explotación y dominación hacia las personas y la naturaleza, y a la vez, búsqueda y experimentación múltiple de alternativas a esa dinámica, también en crecimiento, aunque su grado de poder sea comparativamente inferior.
Democracia participativa: un horizonte sociopolítico en construcción
Junto a ese marco neoliberal presente a nivel más global y de forma transversal (marcos legales sobre condiciones laborales, circulación de personas y mercancías, etc.; medios de comunicación, sistemas de producción, distribución y movimiento del capital, etc.), impuesto por las grandes corporaciones en articulación con gobiernos nacionales, se observa también una importante dinámica de intentos de fortalecimiento democrático. A la par de esas experiencias de desdemocratización de ámbitos nacionales o macronacionales, se asiste también, especialmente en el ámbito local y regional, a procesos de profundización democrática protagonizados por movimientos sociales y también algunas instituciones públicas.
En ese marco, la democracia participativa está constituyendo una de las apuestas fundamentales, sea desde la coexistencia o complementariedad, con la democracia puramente representativa, considerada como la mínima expresión de lo que la democracia como sistema político puede significar. La potencialidad puede encarnar que la democracia como planteamiento no se agota en su versión puramente representativa, que por el contrario es valorada como de bajo perfil y funcional a ese modelo neoliberal respecto a marcos económicos, legislativos y sociales. Inspiradas tanto en prácticas ancestrales y, a la vez, producto también de la innovación en organización social, son múltiples las expresiones que apuntan a unos participantes que, mucho más allá de ser puntualmente consultados, entran a la toma de decisiones, a la deliberación, a la construcción de alternativas y a la programación de su organización, sus recursos, sus actividades, sus relaciones y con ello, por tanto, de los escenarios a vivir. Las diversas experiencias calificables como de democracia participativa a lo largo del mundo muestran fortalezas fundamentales, que se manifiesta en la aplicación de diversas experimentaciones, la multiplicación como muestra de desarrollos descentralizados, su contextualización en escenarios muy diversos y la exhibición de alternativas locales para su réplica adaptada a otros escenarios (Sousa Santos; 2002).
Es significativa la articulación teórico-práctica de estos procesos. Pese al abundante debate intelectual sobre la ampliación de la democracia representativa con múltiples denominaciones (directa, deliberativa, participativa, asamblearia y otras), han sido inevitablemente necesarias prácticas concretas que demostraran y dieran señales claras sobre su posibilidad y viabilidad de instauración social. Sin lugar a dudas, la práctica institucional más relevante en este campo ha sido los presupuestos participativos con la experiencia de Porto Alegre a la cabeza. En la medida que, tal cual señalan Ganuza y Francés (2012), contienen lo que denominan como círculo virtuoso de la democracia, en la medida que sus mejores prácticas articulan participación ciudadana en la toma de decisiones, eficiencia institucional y redistribución equitativa de recursos, no ofrecen dudas sobre su relevancia.
Bajo la premisa de democratizar la vida social en su sentido amplio, que vaya más allá de lo puramente político, para penetrar también en los campos económicos y sociales, la potencialidad de la práctica de democracia participativa en diferentes ámbitos y para todo tipo de actores sociales como agentes activos en la gestión de la vida comunitaria, nos acerca a gestiones más integrales de la vida social. La democracia participativa hasta ahora encarna el inicio de superación de marcos restringidos de las relaciones políticas y ámbitos en que las personas podían tratar y tomar decisiones, para pasar a encarnar la pluralidad y creatividad de propuestas hacia una mejora colectiva de los escenarios de convivencia.
B. La experiencia chilena en presupuestos participativos
B. 1. Chile como principal excepción del marco político-económico latinoamericano. La dictadura neoliberal y su denso legado como marco explicativo
Aunque hace ya 25 años desde que formalmente se recuperó en Chile la democracia formal tras la dictadura de Pinochet, recién en el último lustro se aprecian señales más claras que apuntan a transformar toda la herencia que 17 años de dictadura dejaron instalada en el quehacer político y económico, social y cultural, traducidos de forma significativa en la mentalidad e imaginarios colectivos de su población.
En los diferentes campos se aprecia el profundo calado que el modelo dictatorial de instauración del modelo neoliberal dejó en la dinámica nacional. No se puede dejar de tener en cuenta el hecho de que la represión y violación de los derechos humanos haya sido uno de los más lamentables distintivos de ese mandato antidemocrático, como un fenómeno que directa e indirectamente impacta en un alto porcentaje de sus habitantes y, por tanto, determina en alto grado sus dinámicas sociales, incluso una vez desaparecida formalmente la figura del dictador y el aparato institucional represivo que garantizaron su mandato. Dicho de forma explícita: la práctica sistematizada y selectiva del terror, de la mano de la falta de derechos y de mecanismos democráticos, fueron elementos clave de ese gobierno autoritario para poder imponer modelos contrarios a los intereses y necesidades de las mayorías, y por lo demás, dejaron señales muy evidentes en el imaginario colectivo para el desempeño futuro del país.
Cuatro grandes claves pueden sintetizar los pilares de dicho mandato dictatorial, que todavía hoy gozan significativamente de plena vigencia: un modelo económico neoliberal agudo; el marco normativo constitucional que lo garantiza; un modelo restringido de democracia representativa en un marco de transición desde la dictadura; y finalmente, aunque muestra mayores señales de cambio en la última década, una significativa desmovilización social. Como se ha comprobado en prácticamente todas las experiencias similares de dictaduras militares de tan larga duración y con mecanismos tan agudos de intervención, no sólo ha marcado profundamente la vida nacional durante sus años de ejercicio sino que se ha extendido y determinado las etapas posteriores de presunto retorno al marco democrático. Tan es así que, finalizado su mandato y tras la instalación del modelo, éste, más que debilitarse, ha encontrado en los años posteriores su máximo desarrollo, ahora sin su cara más represiva basada en el terror, necesaria para su instalación.
Explicado de forma sintética pero desagregada, el intervalo de los últimos 25 años en Chile ha transitado desde un gobierno militar que había asumido el poder mediante golpe de estado que supuso, la desaparición del presidente democráticamente electo, entre otros miles, y que basó su funcionamiento en un mandato autoritario fundamentado en la supresión de múltiples derechos civiles ya adquiridos y naturales en la historia del país durante el último siglo, hacia la recuperación formal de la democracia representativa, ya con la vuelta de los partidos a la escena política como principales protagonistas. Desde 1992, en un marco que impide la emergencia de nuevos grupos políticos más minoritarios y de sectores independientes, dos grandes bloques de coalición —uno de derecha y otro de centro-izquierda— han gobernado sin señales relevantes de cambio de las lógicas que la dictadura había puesto en práctica. Expresiones como la pervivencia de un perverso sistema electoral binominal —que refleja sólo de forma muy indirecta la opinión de las mayorías respecto de los representantes elegidos—, sin que hubiera intentos reales de transformarlo de parte de ninguna de esas coaliciones, dan cuenta de cómo ni siquiera en el marco formal han existido cambios significativos hacia la democratización de su sistema político. En cuanto a la participación, tal cual lo analiza detalladamente Guerra (1997), progresivamente y con muy bajo perfil se puso en práctica un modelo de participación ciudadana muy atingente al modelo político-institucional y económico, mediante actuaciones de nulo impacto hacia la transformación social y con un claro carácter vertical; resulta elocuente el título que da en ese sentido a su obra: Nueva estrategia neoliberal: la participación ciudadana en Chile. Una participación no sustantiva, sin ningún contenido que apuntara a la transformación del modelo vigente.
Sin embargo y al igual que otros muchos casos históricos, las fuerzas armadas encabezadas por Pinochet tenían un interés que trascendía lo político para instalarse de pleno en lo económico: la eliminación de las iniciativas de transformación productiva y redistribución de la propiedad profundizadas por el derrocado presidente Salvador Allende, para pasar a la instalación de un modelo capitalista neoliberal en la experiencia más intensa que se ha experimentado hasta ahora en el planeta. Tal cual lo detalla entre otros Naomi Klein (2008), Chile fue el “laboratorio neoliberal” donde se experimentaron las doctrinas de la Escuela de Chicago en un contexto altamente represivo y de privación de libertades (“doctrina de shock o del desastre”) para la puesta en marcha de un modelo sin oposición desde lo social, adaptando radicalmente el marco normativo (Constitución de 1980) y político (ausencia de Parlamento, Senado y elecciones libres) a esos requisitos. Otra estrategia clave para su consecución pasó por la reducción radical del Estado social de la mano de la privatización masiva de sus entidades públicas (entre ellas, las de salud, educación y demás empresas públicas), que determinó un Estado altamente tecnocrático con importante incidencia en garantizar el buen funcionamiento del sector privado, tanto nacional como internacional, con la instalación de grandes corporaciones privadas centradas en
la explotación y comercialización de sus materias primas con muy altos márgenes de ganancia.
Sectores altamente productivos, como la minería, pasaron desde entonces a manos privadas con un consiguiente debilitamiento del Estado y el “abandono” de las políticas sociales. En la actualidad, permanece la falta de inversiones significativas en el sector público y sus servicios quedan como opción sólo para los sectores más empobrecidos y a la vez mayoritarios, que no cuentan con opción de pagar las alternativas privadas, para las que el apoyo estatal sí garantiza la calidad de sus prestaciones. Como una muestra significativa, el Estado desde hace décadas exige por ley que los trabajadores coticen a un sistema privado de salud, aunque no necesariamente reciban servicios de él. Ese sistema privado atiende aproximadamente a una cuarta parte de la población y recibe un aporte estatal público superior a 60%, mientras el sistema de salud pública, que atiende a las otras tres cuartas partes de la población, recibe un aporte de sólo 35%.
En cierta medida, han existido intentos desde los últimos gobiernos por recuperar el abandonado sistema público, pero la característica es que ello se ha hecho de forma muy parcial y limitada, y en ningún caso cuestionando ese reparto que favorece la intervención privada y su consiguiente obtención de lucro en estos ámbitos. Pese a que análisis significativos recientes (Mayol, 2012) afirman el derrumbe del modelo a causa de su inviabilidad social por la desigualdad que genera y los desequilibrios en la búsqueda desaforada del lucro, con un Estado al servicio del sector corporativo privado, los anclajes del modelo permanecen aparentemente sólidos y el país demuestra estabilidad en los marcos macroeconómicos financieros.
Este marco de supresión de libertades democráticas, bajo un marco normativo (Constitución aún vigente tras 25 años de retorno democrático formal) que lo garantiza, se tradujo durante la dictadura en una profunda agudización de las desigualdades socioeconómicas. Junto con la tradición de desigualdad que marca la globalidad del subcontinente, producto de su historia colonial y mantenida desde su independencia, Chile se ha inscrito sistemáticamente en las últimas décadas, y como directo resultado de ese modelo neoliberal, entre los cinco países del mundo de mayor brecha de desigualdad entre sectores de extrema riqueza y de extrema pobreza. Por tanto, junto a sus exitosos números en el nivel macroeconómico, encontramos la existencia de una pobreza y extrema pobreza para un país de sólo 17 millones de habitantes, como la otra cara de la misma moneda en la medida que la práctica estatal asume mínimamente tareas de redistribución.
Otra característica destacada y en directa relación con la temática de este artículo, es una significativa desmovilización social, producto tanto de la supresión de las libertades públicas como las de asociación, expresión y otras, como de la práctica sistemática y selectiva de terror hacia la disidencia por parte del Estado durante la dictadura, que con el retorno de la democracia formal dejó un importante grado de desmovilización. La pérdida de hábitos, por la imposibilidad y riesgo de practicarlos, se traduce en que sean contados los movimientos sociales surgidos —como el mapuche y el estudiantil de 2011 como principales expresiones—, que para ello recurrieron a mecanismos más radicales de movilización.
Chile ingresa pues en el actual siglo con obstáculos muy significativos para poder desarrollar experiencias de democracia participativa. Existe, además, otra característica que tanto explica como corrobora lo señalado. Consiste en que el país ha constituido en la última década la principal excepción respecto a las tendencias progresistas en el resto del subcontinente. Así como prácticamente la totalidad de países aplicaron en los 80 y 90 medidas para instaurar el modelo neoliberal, casi todos, incluso los gobernados por sectores de derecha, lo descartaron por considerarlo inviable para realidad como las de la región e intentaron alternativas mixtas que dejaban atrás sus legados.
Tanto por el mayor arraigo del modelo gracias a los instrumentos instalados por el mandato militar, como por las cifras aceptables en términos macroeconómicos y especialmente la alta rentabilidad para corporaciones y gran empresariado, Chile es el país que en mayor medida conserva el modelo neoliberal. Ello, a su vez, tiene traducción directa en su muy relevante desigualdad social, el mínimo amparo que ofrece el Estado a la población más desfavorecida, el modelo extractivista y primario exportador que deja muy bajos beneficios estatales comparados y las múltiples secuelas que ello suma en ámbitos sociales y medioambientales. Lejano a las tendencias subcontinentales de integración de mercados, transformación sustantiva, en algunos de ellos, de sus constituciones con beneficios hacia sus mayorías y a la vez minorías históricas desfavorecidas (Sousa Santos, 2005), tendencias hacia la redistribución, etc., permanece muy escasamente vinculado al resto de países, en comparación de los vínculos en franco fortalecimiento que ellos están mostrando entre sí (Mercosur, ALBA, Mercociudades, ALCA, CELAC y otras varias en diferentes ámbitos).
En directa relación con esto último, tampoco se ha mantenido cerca de las principales innovaciones políticas relacionadas con la democratización social, en particular la democracia participativa surgida y mayormente desarrollada en el propio subcontinente (Brasil y posteriormente la práctica totalidad de países latinoamericanos) (Sousa Santos, 2004). De esas más de 30 experiencias de presupuesto participativo en distintos municipios y comunas en Chile, lo real, tal cual analizaremos a continuación, es que ninguna presenta innovaciones significativas ni marca tendencia respecto a que introduzca de forma notoria en el ámbito local una apuesta por la profundización democrática. Aunque siempre existan en ellos desbordes por el simple hecho de estar permitiendo cosas antes no posibles, como la opinión y ciertos cauces de decisión para la ciudadanía, cabe destacar que hasta ahora han tenido más que ver con fines instrumentales (electorales, publicitarios, clientelares, etc.) o, en menor medida, de modernización del aparato institucional, que con logros de transformación social respecto del marco tradicional heredado. Aun así, y tal cual analizaremos también más adelante, se observan tanto aperturas facilitadas por su práctica, como también nuevas iniciativas que podrían romper la tendencia seguida hasta ahora.
B. 2. Un marco local y democrático restringido como explicación del débil desarrollo de los presupuestos participativos en Chile
Marco local debilitado
El especialmente lento proceso hacia la democratización demostrado en el país tras 20 años desde la recuperación formal del sistema democrático representativo tiene múltiples expresiones que han impedido un mayor desarrollo y experimentación en torno a la democracia participativa.
La herencia activa que dejó la dictadura en la forma de la Constitución vigente marca un panorama de extrema debilidad para el desarrollo tanto de la democratización política y social como del mundo asociativo local. Constituyen tres ámbitos en estrecha relación que resultan especialmente debilitados, respecto de los cuales tampoco han existido iniciativas significativas desde el Estado por recuperarlos o reforzarlos en los últimos 20 años. Ello da como resultado genérico un ámbito local con mínimo reconocimiento en el campo institucional, con escasos resultados hacia su democratización de parte de las instituciones y, por lo demás y como reflejo de la realidad social, con un importante grado de desmovilización en lo asociativo, tanto formal como informal. Cabe decir que existen excepciones a esta tendencia, pero éstas son escasas y no han logrado promover cambios más generalizados en ámbitos superiores como el regional o nacional.
En ese sentido el ámbito local en el entramado institucional es considerado en los marcos legales y de funcionamiento como de baja relevancia, con una lógica asistencial hacia su población; así, su función parece limitada a hacer de primer “contenedor” de las problemáticas que ésta pueda manifestar. En este sentido, en Chile se otorga a los gobiernos locales sólo 8% de los recursos públicos nacionales (Montecinos, 2011). Además, la mayoría de las veces se trata de instituciones muy empobrecidas, endeudadas y por tanto, con mínimo grado de autonomía de los niveles administrativos superiores. Por lo demás, lo caracterizan un funcionamiento altamente jerárquico y burocratizado y que pese a las denominaciones formales, muestra muy altos grados de centralización respecto de los ámbitos sustantivos relacionado con el desarrollo de sus comunidades.
En cuanto al tejido asociativo, sus problemáticas se explican no tanto por los marcos formales como por las prácticas instaladas durante las últimas décadas. Así, en la medida en que, tras un marco dictatorial en que se perseguía la agrupación y la iniciativa social, se pasa a uno democrático de muy bajo perfil que tampoco ha fomentado la incorporación activa y autónoma de sectores organizados al mundo social, el asociativismo resultante se convierte básicamente en reproductor de una dinámica institucional que no se centra como objetivo en la búsqueda de transformaciones sociales para la mejora sustantiva de la calidad de vida de su población. Así, se trata de resolver o paliar necesidades básicas, pero raramente se plantean ni provocan cambios significativos acerca del origen de esas necesidades.
Deben tenerse en cuenta las prácticas habituales del modelo neoliberal asociadas a la gobernanza como su principal canal de gestión. Por una parte, las políticas sociales no son planteadas en ningún caso como transformadoras, sino necesariamente como asistenciales, con lo que se les resta su principal potencialidad. Son habituales también, bajo esta lógica, la vinculación del sector privado para financiar la gestión pública; corresponde a la tercerización tan habitual bajo este modelo, en el que se delega a terceros (empresas) la ejecución de las propuestas y no a la correspondiente institución pública, que se distancia así de la ciudadanía.
De la suma de dinámicas de estos dos ámbitos, el institucional y el asociativo, se establecen predominantemente relaciones marcadas por el clientelismo de las asociaciones territoriales en relación con los gobiernos de turno. Con escasa dinámica y adscripción de los ciudadanos a ella, resultan fundamentalmente entidades que asumen labores burocráticas de gestión menor en el interior de los micro-territorios del municipio. Por otra parte, son comparativamente pocas las asociaciones funcionales en vigencia y sus actividades sólo excepcionalmente apuntan hacia el cambio de las condiciones cotidianas de la población. Las iniciativas se muestran solamente como resultado de la aparición de movimientos sociales, todos ellos surgidos como reacción a esas políticas nacionales de corte neoliberal o al impacto del mundo privado corporativo en la vida social (movimiento indígena mapuche por la defensa de su cultura y territorios; movimiento estudiantil contra el lucro en la educación; movimiento medioambiental contra desastres ecológicos en Aysén, Freirinas, Maipo, etc.; movimiento en defensa del patrimonio urbanístico ante la amenaza constante de las inmobiliarias y otros).
Modelos de las experiencias de presupuesto participativo en Chile
En este contexto socio-político nacional y local, los presupuestos participativos hacen su aparición en la escena local en 2001, en la comuna de baja renta de Cerro Navia, perteneciente a Santiago de Chile. Con él, se inaugura una serie de experiencias que hoy por hoy ya han superado la treintena, aunque ninguna se haya extendido por un número de años significativo. Como ya sucede con experiencias locales de los cinco continentes (Allegretti, García y Paño, 2011), Chile comienza con el cambio de milenio su práctica en algunos municipios. Sin embargo, cabe resaltar que aunque sea incierta su precisión, no parecen corresponder a la influencia directa de las experiencias vecinas latinoamericanas, donde habían surgido y han obtenido su mayor grado de desarrollo; como se mencionaba con anterioridad, Chile ha permanecido especialmente ajeno a la dinámica subcontinental de los últimos veinte años en materia de innovación en democratización político-social.
Tratando de sintetizar las principales características de los modelos puestos en práctica se observa que se han movido entre lo consultivo y la toma de decisiones de bajo perfil; han oscilado entre la participación restringida y la universal; no han contado con reglamentaciones en las que hayan intervenido los ciudadanos, ni con la oferta de ámbitos en los que la ciudadanía podía proponer; habitualmente se ha restringido a las obras públicas de ámbito menor y, en algunos casos, medio. Así, en todos los casos, el monto destinado a los presupuestos participativos ha sido proporcionalmente muy bajo respecto de los recursos locales para inversiones.
En términos del tipo de participación planteado por su modelos, se ha oscilado entre algunos de carácter asociativo que se restringen sólo a juntas de vecinos y asociaciones, y otros donde el momento de la votación es universal y pueden participar todos los ciudadanos. El primer modelo, más restringido, ha permitido un mayor grado de deliberación, que se pierde en aquellos universales en que se resuelve la elección de propuestas mediante votación (Montecinos, 2011). El grado de la participación oscila igualmente entre modelos más consultivos y otros más vinculantes. Es clara la mayor profundidad democrática de los segundos sobre los primeros; no obstante, en las experiencias vinculantes, en ningún caso puede considerarse como relevante el grado de decisión, debido entre otras razones a los bajos montos asignados.
Como última característica genérica, se observa que habitualmente no existe focalización de ningún tipo. Suele otorgarse la misma cantidad de recursos por igual a todos los territorios y, en términos de inclusión social, no existen priorizaciones ni discriminaciones positivas hacia sectores o territorios más desfavorecidos (sectores de pobreza u otros).
Fragilidad de las experiencias de presupuesto participativo
Sin embargo, en términos de primera aproximación, se aprecia como predominio un número significativo de debilidades objetivas, incluso antes de pasar a valorar ámbitos como su impactos, grado de justicia social u otros. Así, tal cual lo describe Montecinos (Mascareño y Montecinos, 2011) datos como que sólo 13 municipios han logrado superar los tres años de duración de sus procesos, que la media de inversión local de sus presupuestos sea de 2%, que en todos los casos su aparición haya dependido exclusivamente de la voluntad del alcalde, que sean mínimas las experiencias de los municipios en que los proyectos no corresponden a obras físicas o que exista un número importante donde han tenido un carácter puramente consultivo, dan una pauta clara de que no se trata de una política que haya alcanzado solidez ni innovación en sus prácticas en Chile. Lejanos a la existencia de una ley nacional o regional que los apoye o fomente en términos normativos, las experiencias chilenas de presupuesto participativo han surgido exclusivamente por la voluntad de alcaldes que los han puesto en marcha con intenciones diversas, teniendo así en el origen de la totalidad de sus experiencias un carácter espontáneo, voluntarista y “alcaldista”.
Por lo demás, es notoria la dificultad para que los presupuestos participativos en Chile logren ser propiamente tales, en el sentido de decidir sobre una parte del presupuesto municipal que se entrega a deliberación y decisión de sus ciudadanos. Muy por el contrario, toman básicamente el carácter de fondos concursables, en los que asociaciones (y es por ello que los participantes mayoritarios sean juntas de vecinos) presentan propuestas que, en este caso, son votadas por los ciudadanos participantes. Más que definir una parte del presupuesto municipal, estas asociaciones se disputan recursos pre-asignados para ellas, en proyectos que pueden, o no, tener un carácter público. De ahí el carácter asociativo de los presupuestos participativos en Chile a la hora de presentar las propuestas y que sean universales solamente en las votaciones de las propuestas presentadas por las primeras. Ello se suma a que habitualmente son montos muy bajos los que se otorgan bajo esta modalidad.
Así, en términos comparativos, sus impactos han sido poco relevantes pese a que, en ocasiones, estas experiencias hayan contenido avances significativos —aunque sea sólo por el cambio de planteamiento respecto de las prácticas tradicionales de las instituciones locales deshabituadas a la práctica democrática durante la dictadura— o hayan permitido la emergencia de prácticas diferentes entre los participantes, que muestran gran potencialidad democratizadora y analizaremos en el siguiente apartado. Aunque el margen para evaluar sea corto y de no más de 14 años en total, la tendencia no es halagüeña y, en términos genéricos, marcan un bajo impacto transformador, tanto en términos del empoderamiento local alcanzado como en democratización del marco local, modernización institucional y mejoras estructurales que las propuestas aprobadas podrían haber aportado a sus localidades.
Es significativo comprobar que prácticamente la totalidad de dificultades y obstáculos que los presupuestos participativos han encontrado en experiencias del mundo entero y que han significado su fracaso o debilitamiento (Paño, 2012) se manifiestan, aunque sea en diferente grado y manifestación, en las distintas experiencias chilenas. Por mencionar sólo algunas y de forma sintética: es habitual en ellas que los recursos sean muy bajos y por tanto escaso su impacto; que la planificación previa para su implementación no sea suficiente; que aparezcan desvinculados de las grandes políticas municipales de planificación (Planes Reguladores, Planes de desarrollo comunal, etc.); que, sin una detallada información sobre su funcionamiento, se creen expectativas desmesuradas en la población; que se reproduzcan en su interior situaciones de abuso de poder y clientelismo de parte del sector ciudadano que los dirige; que esa excesiva dependencia de la voluntad política de los alcaldes, en muchas ocasiones, no se ha mostrado sostenida en el tiempo. Son prácticas insuficientes que aparecen minadas y, por tanto, encuentran muchas dificultades para prosperar. La propia trayectoria lo demuestra: más allá de la no continuidad por motivo de los cambios políticos en los partidos de gobierno, son numerosas las experiencias fracasadas en Chile que ni siquiera han llegado a los tres años de duración.
Ese bajo perfil ha marcado incluso dinámicas muy atípicas para esta política que raramente han acontecido en otros países y que interpretamos como que se alejan ostensiblemente de una buena práctica. Por ejemplo que se hayan planteado exclusivamente por un año de duración o que las propuestas presentadas deban llevar previamente un cierto número de firmas de apoyo, como es el caso de Peñalolén (Morales Labbé, 2009); que en un número importante los que hayan presentado propuestas (en ocasiones exigidas en forma de proyectos elaborados) sean solamente las juntas de vecinos, o incluso, aunque no haya sido de forma sistemática, que en alguna experiencia se hayan dado incentivos económicos a los ciudadanos por participar en algunas de sus asambleas en etapa electoral (San Antonio). Se trata de malas prácticas y debilidades que parecen conectar con las conclusiones señaladas en otros estudios y que por una conjugación de factores, sitúan las experimentaciones con presupuestos participativos en Chile como básicamente carentes de un espacio público (Ochsenius y Delamaza, 2010) y por ello seriamente diezmados para poderse alzar como una práctica que traiga cierta dosis de transformación social.
Todo lo anterior sin olvidar las de por sí muchas dificultades habituales de la instauración de lógicas y mecanismos de democracia participativa en prácticamente todos los lugares del mundo, que se manifiestan mediante múltiples resistencias que operan especialmente desde el propio ámbito institucional, tanto político como técnico, e incluso, aunque en menor grado, también desde la sociedad civil, especialmente desde el mundo asociativo más tradicional.
El debate interno de los presupuestos participativos en el mundo asiste a este otro más global acerca de plantear estas políticas como elemento de democratización planificativa hacia el cambio o limitarse a ser asistenciales con un barniz de participación social, pero lejana a las decisiones relevantes hacia cambios estructurales. Identificar estas prácticas a través de un tan bajo impacto de los presupuestos participativos en Chile nos lleva a concluir que su práctica en este país jamás ha cobrado el carácter de instrumento de decisión popular deliberante que aporte a cambios de ámbitos estructurales.
Pese a un balance frágil de la práctica de los presupuestos participativos y de la democracia participativa en Chile, resulta destacable que estas experiencias se hayan realizado pese a las limitaciones estructurales y hayan abierto la senda para su profundización, tal cual comienza a detectarse de forma incipiente. Lo estructural del marco nacional restringido en lo económico, legal y político no determina todo y la democracia participativa, a través de esas pocas experiencias, con su lógica comunitaria y de defensa de lo público en el ámbito local, ha ido abriéndose camino silenciosamente, a la vez que a nivel nacional existen diferentes señales en todos sus ámbitos desde lo institucional y especialmente lo social, y ciudadano, que conectan con esta demanda hacia una mayor democratización de su sociedad.
B. 3. Reflexión sobre los impactos positivos y expectativas hacia su profundización
Pese a que el balance de las experiencias de presupuesto participativo en Chile no sea especialmente positivo y predominen en gran medida los aspectos a superar y reforzar, señalábamos también cómo en sus procesos se detectaban prácticas de superación clara del marco tradicional, así como crecen también expectativas de nuevas experiencias que los mejoren y planteen una participación más sustantiva ante los nuevos gobiernos locales electos que anunciaban esta práctica en sus programas. Analizaremos unas y otras: el que podemos denominar como piso de buenas prácticas específicas que las experiencias realizadas hasta ahora han dejado, y junto a él, , al menos a nivel discursivo y en primeras instancias, los planteamientos que han traído las nuevas experiencias en nuevos territorios, sobre las que existen altas expectativas de mejora y profundización. Una combinación elaborada de unas y otras en base a una convicción política podría alzar los presupuestos participativos a una escena de relevancia para la mejora sustantiva de la democratización social local, que incorpore a los ciudadanos a la compleja gestión de una transformación social que acoja elementos de redistribución, inclusión y mejora ostensible del funcionamiento de instituciones públicas locales. O lo que es lo mismo: una superación de la lógica neoliberal de impedir el desarrollo ciudadano como colectivo autónomo apto para la toma de decisiones sobre lo público.
Los espacios abiertos a profundizar
Situamos aquí por ámbitos temáticos algunos de los aspectos de experimentación de los presupuestos participativos en Chile, que en mayor medida se acercan a la idea de democracia participativa. Ellos tienen que ver con alta participación, cogestión, fiscalización ciudadana y su puesta en práctica en el interior de instituciones públicas concretas.
Como suele ocurrir en la mayoría de las experiencias realizadas en distintos países, no suelen ser los ciudadanos los que fallan a la hora de aplicar esta política. Cuando se entrega a sectores de la ciudadanía una herramienta con potencialidad de mejora de la vida comunitaria, se le informa adecuadamente sobre su uso y hay un cumplimiento por parte de la institución respecto de sus responsabilidad en ella, son pocas las ocasiones en que aquellos no respondan con presencia y deseo de participar. El caso de Chile lo ratifica con claridad, a pesar de que en ocasiones algunas de estas premisas sólo estuvieran presentes de forma muy inicial o simplemente existiera la posibilidad de que ello ocurriera (buena información o cumplimiento por instituciones). Así, es destacable cómo la participación ciudadana ha sido considerable en prácticamente todas las experiencias de presupuesto participativo realizadas y en funcionamiento. En ocasiones, las percepciones finales pueden no haber sido las mejores para los participantes, pero ha sido significativo que la respuesta a la posibilidad de mejora que esta herramienta institucional ofrecía. Desde un principio, ha sido suficiente para convocar a un número importante de personas que aportaron opiniones y propuestas a la institución. Se confirma la conclusión de estudios comparativos realizados: los presupuestos participativos pueden presentar insuficiencias en su planteamiento y desarrollo —y el caso chileno sería un buen ejemplo de ellas—, pero en sí mismos, como herramienta, los participantes no le observan lo que denominamos efectos negativos (Allegretti (coord.), 2011); en todos los casos sólo se le aprecian potencialidades. Por lo demás, ello permite vaticinar que, pese a que Chile viva claros síntomas de desafección de la práctica de la política tradicional (por ejemplo, tiene un muy elevado grado de abstencionismo en las elecciones), en la medida en que esos procesos mejoren en el futuro lo que señalábamos como puntos débiles, se podría contar con una respuesta social importante dispuesta a ser parte de procesos que garantizaran ser realmente democratizadores.
Siguiendo con aspectos de tipo social —que es donde claramente parecen alojarse las mayores fortalezas y resultados que la práctica de los presupuestos participativos han dejado en Chile—, destacamos el hecho de que en un número significativo los propios ciudadanos, o al menos una parte de ellos, asumieron tareas de ejecución de las propuestas aprobadas; los municipios de Lautaro, Buin, La Serena o San Pedro de la Paz han sido el mejor exponente. Una ciudadanía dispuesta a asumir este tipo de obligaciones aportando su mano de obra y de gestión no puede más que considerarse una gran potencialidad que las instituciones deberían saber canalizar. Desde las posibilidades de la cogestión de funciones en el espacio público, hasta el refuerzo de ciudadanía proactiva volcada hacia el bien comunitario, se confirma como un aspecto al cual las instituciones deberían responder apropiadamente.
También en el plano de los ciudadanos y su respuesta positiva (hecho que parece confirmar la debilidad institucional de procesos que resultan insuficientes para canalizar la respuesta ciudadana, aunque a la vez no exista la iniciativa suficiente desde este sector como para exigir la mejora, instalación y conservación de este tipo de políticas cuando las retiran), se observan buenas prácticas respecto del seguimiento y fiscalización de la ejecución de las propuestas; San Joaquín, comuna de Santiago de Chile, fue el mejor ejemplo en este aspecto con un amplio dispositivo para garantizar el cumplimiento de la ejecución de las propuestas por parte de la municipalidad.
Otro elemento destacable es cómo han surgido iniciativas más específicas de presupuesto participativo para campos concretos, tanto de población como sectoriales. La Serena realizó presupuesto participativo escolar en la que ha sido una experiencia de excelentes resultados para la promoción de prácticas democráticas en los sectores infantiles (Municipalidad La Serena, 2011). Asimismo, en una etapa anterior, durante el primer mandato de Michelle Bachelet, el Ministerio de Salud instauró a nivel nacional en diferentes zonas del país el denominado presupuesto participativo en salud. Su trascendencia no llegó a los aspectos centrales de la práctica médica en la salud pública (que por lo demás y como señalábamos anteriormente cuenta con muchos menos recursos que la privada), pero fue significativo como enseñanza de los usuarios y para la democratización y optimización de los escasos recursos de esta institución en los niveles más básicos de contacto con los usuarios (Ramos y Fontalba, 2006). La nueva etapa de la Presidenta ha creado expectativas de su restauración, ahora fortalecida por las experiencias de la primera etapa.
Finalmente, cabe destacar que el grado de deliberación en la construcción de las propuestas, por lo demás un ámbito habitualmente débil en la inmensa mayoría de experiencias de presupuesto participativo en el mundo entero, fue relativamente significativo. En varios de esos casos, esta deliberación también tuvo que ver con que se trató de procesos en los que sólo participaban en la proposición las asociaciones y juntas de vecinos y, por tanto, no siempre fueron universales, elemento que los hace claramente restringidos. Sin embargo, la existencia de deliberación que aparece como uno de los grandes objetivos a lograr por las prácticas de democracia participativa y que se alcanza siempre de forma reducida, es en sí una experiencia positiva que debería rastrearse para su profundización en experiencias como Negrete, Lautaro, San Joaquín o en la actualidad Pudahuel.
Todas estas potencialidades parecen demostrar que la lógica neoliberal de bajo perfil otorgada a las políticas públicas y al trato con la ciudadanía hasta ahora, tendrían un arraigo limitado y, en la medida que se dé una dinámica que realmente enfatice el papel ciudadano y abandone el carácter asistencial que ha tenido, podrían superar y canalizar hacia prácticas de presupuesto participativo que aporten al cambio social de sus localidades.
Expectativas y premisas hacia futuro
Por tanto, encontramos, junto a un modelo de bajo impacto por diversas razones, una serie de potencialidades que parecieran demostrar que, en la medida en que hubiera decisiones institucionales claras tendientes a desarrollarlos y vincularlos a la transformación social, existiría una respuesta social amplia.
Así, junto a las que denominamos buenas prácticas, el presente artículo quiere explicitar alguna de las vías y mecanismos principales a reforzar, que en ciertos casos parecen ir de la mano de las propuestas que los nuevos gobiernos locales surgidos a finales de 2012 planteaban en sus programas y parecieran comenzar a realizar en los presupuestos participativos de sus territorios (Recoleta, Santiago Centro, Providencia y otros). Señalados de forma sintética y más allá de los consejos genéricos para cualquier proceso de presupuesto participativo, corresponderían a las premisas que señalamos a continuación.
Ampliación de los recursos disponibles, sus campos de acción y su vinculación a las grandes políticas municipales de planificación. Una política que actúa directamente sobre y con el presupuesto y cuente con bajos recursos económicos será necesariamente una política poco relevante. En consecuencia, se convierte en elemento imprescindible la mayor dotación económica para este instrumento. Que progresivamente la ciudadanía formada e informada incida democrática y colectivamente en las decisiones sobre el uso de los recursos públicos es señal de una buena salud social que las instituciones deben fomentar. Ello se vincula directamente a revertir dos falencias existentes hasta ahora en el modelo chileno, ampliando más allá de las obras públicas los campos sobre las que los vecinos pueden proponer y decidir, así como que institucionalmente los presupuestos participativos aparezcan articulados a esas políticas mayores dentro de las municipalidades, como los Planes de Desarrollo Comunal y el Plan Regulador. El presupuesto participativo debe aspirar a ser, tal cual las buenas prácticas de Porto Alegre en su etapa de máximo desarrollo lo han demostrado, una herramienta de planificación urbanística y de servicios de las ciudades (Baierle, 2008). Presupuestación participativa transversal, donde una parte de cada departamento municipal sea decidida por la ciudadanía, sería la meta a alcanzar por procesos que realmente se planteen ser una política central para el municipio por lo que ello implica en términos de democratización ciudadana.
Dotar de espacios de deliberación en diferentes momentos del proceso. Aunque hemos señalado prácticas incipientes positivas en este sentido, resulta clave lograr que la elaboración de propuestas, reglamentos, criterios, evaluaciones, diagnósticos iniciales, así como otros momentos y elementos del proceso, contengan mayor grado deliberativo. Ello está asociado al elemento informativo y formativo que el instrumento en su máxima expresión debe conllevar y que la institución debe también otorgar a sus ciudadanos. La apuesta por reforzarla abunda en la búsqueda de dotar de capacidad de diálogo, búsqueda de pluralidad y construcción colectiva sobre lo público, lo que implica aspectos centrales de una mejor convivencia a la que los presupuestos participativos pueden aportar considerablemente.
Focalización de sectores en busca de una inclusión plena. Habitualmente, uno de los indicadores que han señalado la madurez de los procesos ha tenido que ver con la pluralidad de los actores que convoca. Asimismo y en directa relación, la búsqueda de inclusión de los sectores más desfavorecidos ha sido otra de las señales de esa madurez. Mecanismos que ponen la atención en que diversos sectores sociales, especialmente los más desfavorecidos (discapacitados, ancianos, niños, jóvenes, indígenas, inmigrantes, mujeres, etc., según las características sociales del territorio), puedan tener voz, realizar propuestas que ofrezcan mejoras a su situación y hasta una discriminación positiva, constituyen prácticas que deben proliferar creativamente para lograr sumarlos a una política que, gracias a sus voces, pueda canalizar demandas de los que más necesitan la atención institucional.
Hacia la inversión de prioridades al interior de los territorios. En la misma lógica que la premisa anterior, se debe apuntar a focalizar los recursos también a nivel territorial. Curiosamente, lo que prácticamente ninguna experiencia posterior a Porto Alegre en su primera etapa ha logrado igualar (Baierle, 2010) ha sido esta lógica cuantitativamente demostrada de invertir la mayor parte de ese presupuesto en la periferia del territorio (sin duda más carenciada) más que en el centro. Que en Chile, con tantas zonas territorialmente desfavorecidas en la totalidad de sus municipios, sus presupuestos participativos apuntaran a esa misma lógica constituiría un cambio cualitativo respecto a lo experimentado hasta ahora, elevando claramente su impacto.
Búsqueda de empoderamiento y cogestión ciudadana. Un presupuesto participativo que pretenda cambios significativos debería promover el logro de esta meta. El equilibrio de la totalidad de sus tres grandes actores en el proceso (ciudadanos, políticos y técnicos), todos ellos con papeles activos, es indicador clave de la salud y desarrollo democrático de los presupuestos participativos. Entre ellos, una ciudadanía activa que propone, delibera, fiscaliza, llega a cogestionar algunas de las propuestas surgidas. Este tipo de práctica los acerca a procesos más sociales para finalmente convertirlos en herramienta propia sobre la que decide paritariamente con la institución. Evidentemente, su logro no está únicamente —deberíamos añadir que ni siquiera principalmente— en los esfuerzos de la institución en este sentido, aunque igualmente debe hacerlos, sino especialmente en la propia ciudadanía en comprender sus potencialidades y hacer un uso constructivo de su práctica hacia la transformación de las condiciones de sus realidades locales.
Agentes institucionales formados y formadores en democracia participativa. Un número importante de fracasos de procesos de presupuesto participativo, no sólo en Chile sino en otras experiencias del mundo, se han relacionado con el desconocimiento por parte de los agentes políticos y técnicos de la institución local correspondiente, del instrumento, sus alcances y especialmente su sentido democratizador final. Así, tal cual se trata de que esta herramienta “acerque el municipio a la calle”, ello evidentemente se debe realizar con conocimiento de causa por parte de los agentes municipales. Capacitar, comprometer, seducir a los funcionarios y políticos como promotores y personas que, convencidos de su utilidad, divulguen y enseñen a los ciudadanos la potencialidad que los presupuestos participativos implican, se convierte en una premisa fundamental para garantizar su correcta ejecución y desarrollo en ese diálogo entre institución y ciudadanía.
Elaboración de autorreglamentos. En los procesos más avanzados y entre los analistas e investigadores del presupuesto participativo, no existe discusión acerca de lo fundamental que significa que los procesos estén reglados y que queden claros derechos y responsabilidades de institución y ciudadanos en el proceso. A partir de ahí, lograr que la parte ciudadana, en principio el órgano ciudadano que acompaña el proceso, sea quien elabore ese autorreglamento en diálogo con la institución y de acuerdo con los marcos legales vigentes, y anualmente lo revise y ajuste según la dinámica que el proceso toma, constituye otra práctica acerca de la madurez y la profundidad que pueden alcanzar los presupuestos participativos.
Utilización de metodologías participativas de acción para su realización. Finalmente, como una cuestión de formas y sentidos, cabe incluir este elemento enunciado. Es significativo cómo estudios comparativos (Allegretti (coord.), 2011) ratifican que el mayor logro de indicadores de democratización, así como de mejor percepción por parte de sus ciudadanos, se daban en aquellos casos en que las instituciones locales recurrieron a técnicos que manejaban explícitamente las técnicas y metodologías participativas. Tal cual se explicita en análisis realizados (Ganuza, Olivari y Paño, 2010) existe el puente claro de cómo utilizar estas metodologías explícitamente para los presupuestos participativos, con lo que ello implica de favorecer lógicas de construcción colectiva, de implicación positiva en los procesos, de reconocimiento de saberes ciudadanos, de trabajo de las redes sociales, de búsqueda de pluralidad de voces hacia el logro de mejoras comunitarias, entre otras. Ellas demuestran ser eficientes para plantear y desarrollar un escenario apropiado para estos procesos y evitar desde el inicio las habituales lógicas de apropiación del poder, patriarcales, clientelares, verticales, corporativas, de dificultad de diálogo que, profundamente arraigadas en el imaginario colectivo, tienden a reproducirse en cada espacio y agrupación social si no se interviene desde el principio sobre ellas.
Pese al atípico devenir político y posicionamiento de Chile dentro de las tendencias del subcontinente en materia de desarrollo democrático, con un fomento del presupuesto participativo asociado a otras políticas públicas y énfasis en participación sustantiva, se podría realizar una tarea fundamental de afianzamiento de la confianza ciudadana en sus gobernantes y las instituciones públicas, así como fortalecer canales directos de decisión de la ciudadanía en los asuntos públicos como mecanismo de reforzar un sistema político y público altamente debilitado. La realización de presupuestos participativos que se planteen la obtención de metas en cuanto a la transformación social a nivel local podría tener un efecto multiplicador significativo que permitiera salir al país de la inercia de una democracia de bajo perfil para saltar cualitativamente a prácticas de democracia participativa que abran nuevas expectativas en la convivencia social. Que Chile incorpore a sus prácticas experiencias que apunten la toma de decisiones ciudadana, la redistribución y la eficiencia pública, constituye el gran reto de los presupuestos participativos como herramienta que aporte profundamente a la democratización social y económica. Y por lo demás, mostrar nuevas sendas que desde estas otras lógicas se constituyan como alternativa a las neoliberales todavía regentes.
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